Intereses domésticos
Atenas y Madrid deben abandonar la escalada retórica en torno al rescate europeo de Grecia
El Gobierno español estuvo entre los más exigentes del Eurogrupo en la negociación con el nuevo Ejecutivo griego sobre las condiciones de la prolongación del segundo rescate. Obró así en buena medida para contrarrestar el contagio político doméstico proveniente de Syriza, y de paso, para situar el debate en un concurso de rigor que pusiese distancia con la visita de Mariano Rajoy a Atenas durante la campaña electoral en apoyo del Gobierno saliente.
Eran motivos poco óptimos para sustentar una defensa ponderada de los intereses españoles en liza. Tampoco fue muy elegante enarbolar el apoyo financiero de este país a Grecia —en recursos directos, poco más de 6.000 millones, que solo contando las garantías contabilizan casi 26.000— cuando España fue objeto de una solidaridad mucho mayor de la eurozona: el techo de 100.000 millones de préstamo para financiar el rescate bancario.
Tan escasa altura fue multiplicada por la inaceptable acusación de Atenas según la cual Madrid habría conspirado, junto con Lisboa, para intentar derrocar al Gobierno de Alexis Tsipras. Este tipo de alegatos puede servir como excusa en el mercado político doméstico cuando se alcanzan resultados exiguos en una negociación, como la mencionada entre Atenas y la UE, que se planteaba como brillante, y lo fue mucho menos. Pero en ningún caso son justificables. Los Gobiernos europeos plantean sus posturas, se enfrentan y alían entre sí, llegan finalmente a acuerdos... pero no se dedican a derrocarse unos a otros. La bisoñez del recién llegado no es excusa suficiente para que aún no haya aprendido esta regla básica de urbanidad de la UE.
Ello no obsta para que la dúplica de la réplica haya sido desafortunada, por parte de un país como el nuestro, con más profunda cultura comunitaria actual. Ni el ministro de Economía debería haberse precipitado al adelantar cifras sobre un tercer plan de rescate (cuando el país afectado atraviesa dificultades de liquidez), ni el presidente del Gobierno debiera haber vehiculado una protesta formal ante Bruselas. Habría bastado con emplear un poco de ironía, incluso de generosidad dialéctica: son los mejores antídotos contra las torpezas ajenas que buscan un enfrentamiento inútil e innecesario.
A no ser que se quiera alimentar ese pulso por intereses estrictamente domésticos, de carácter preelectoral: dimensionar a la izquierda radical emparentada con Atenas frente a la socialdemocracia. Pero esos usos de la política europea en beneficio del tacticismo interno acabarían perjudicando los intereses nacionales representados por el Gobierno que los prodiga. No es, pues, sorprendente que la mejora en la trayectoria económica no logre traducirse en una mayor influencia de España en la UE, superada por países más novatos en el club, como Polonia.
Aunque discrepen, incluso fuertemente, ni Atenas ni Madrid deben proseguir esa escalada infantil.
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