Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años se enamoró del escribiente de su padre,
abogado. El escribiente, llamado Bonifacio Reyes, pertenecía a una honrada familia, distinguida un
siglo atrás, pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada. Bonifacio era un hombre pacífico,
suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de corazón, maniático de la música y de las historias
maravillosas, buen parroquiano del gabinete de lectura de alquiler que había en el pueblo. Era guapo a lo
romántico, de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa cabellera castaña, fina y con bucles,
pie pequeño, buena pierna, esbelto, delgado, y vestía bien, sin afectación, su ropa humilde, no del todo
mal cortada. No servía para ninguna clase de trabajo serio y constante; tenía preciosa letra, muy delicada
en los perfiles, pero tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía era extremadamente
caprichosa y fantástica; es decir, no era ortografía. Escribía con mayúsculas las palabras a que él daba
mucha importancia, como eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave, música,
novia, apetito y otras varias. El mismo día en que el padre de Emma, don Diego Valcárcel, de noble
linaje y abogado famoso, se le ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «en suma no sabía escribir y le
ponía en ridículo ante el Juzgado y la Audiencia», se le ocurrió a la niña escapar de casa con su novio. En
vano Bonifacio, que se había dejado querer, no quiso dejarse robar; Emma le arrastró a la fuerza, a la
fuerza del amor, y la Guardia Civil, que empezaba a ser benemérita, sorprendió a los fugitivos en su
primera etapa. Emma fue encerrada en un convento y el escribiente desapareció del pueblo, que era una
melancólica y aburrida capital de tercer orden, sin que se supiera de él en mucho tiempo. Emma estuvo
en su cárcel religiosa algunos años, y volvió al mundo, como si nada hubiera pasado, a la muerte de su
padre; rica, arrogante, en poder de un curador, su tío, que era como un mayordomo. Segura ella de su
pureza material, todo el empeño de su orgullo era mostrarse inmaculada y obligar a tener fe en su
inocencia al mundo entero. Quería casarse o morir; casarse para demostrar la pureza de su honor. Pero
los pretendientes aceptables no parecían. La de Valcárcel seguía enamorada, con la imaginación, de su
escribiente de los quince años; pero no procuró averiguar su paradero, ni aunque hubiese venido le
hubiera entregado su mano, porque esto sería dar la razón a la maledicencia. Quería antes otro marido.
Sí, Emma pensaba así, sin darse cuenta de lo que hacía: «Antes otro marido». El después que vagamente
esperaba y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez la muerte del primer esposo, una segunda
boda a que se creía con derecho. El primer marido pareció a los dos años de vivir libre Emma. Fue un
americano nada joven, tosco, enfermizo, taciturno, beato. Se casó con Emma por egoísmo, por tener
unas blandas manos que le cuidasen en sus achaques. Emma fue una enfermera excelente; se figuraba a
sí misma convertida en una monja de la Caridad. El marido duró un año. Al siguiente, la de Valcárcel
dejó el luto, y su tío, el curador-mayordomo, y una multitud de primos, todos Valcárcel, enamorados los
más en secreto de Emma, tuvieron por ocupación, en virtud de un ukase de la tirana de la familia, buscar
por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio Reyes. Pareció en Méjico, en Puebla. Había ido a buscar
fortuna; no la había encontrado. Vivía de administrar mal un periódico, que llamaba chapucero y guanajo
a todo el mundo. Vivía triste y pobre, pero callado, tranquilo, resignado con su suerte, mejor, sin pensar
en ella. Por un corresponsal de un comerciante amigo de los Valcárcel, se pusieron éstos en comunicación
con Bonifacio. ¿Cómo traerle? ¿De qué modo decente se podía abordar la cuestión? Se le ofreció un
destino en un pueblo de la provincia, a tres leguas de la capital, un destino humilde, pero mejor que la
administración del periódico mejicano. Bonifacio aceptó, se volvió a su tierra; quiso saber a quién debía
tal favor y se le condujo a presencia de un primo de Emma, rival algún día de Reyes. A la semana
siguiente Emma y Bonifacio se vieron, y a los tres meses se casaron. [...]
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