Imperios y naciones: el caso de la UE
La construcción de la ciudadanía no puede ni debe pasar por lo identitario. Hay que basarse en los derechos y deberes comunes de quienes comparten el mismo espacio político y no en una hipotética comunidad natural
El País, Tomás Pérez Viejo27-03-15
La historia política de los dos últimos siglos es en gran parte la del triunfo de las naciones sobre los imperios, con la I Guerra Mundial y el fin de los últimos grandes imperios europeos, austro-húngaro, ruso y turco, como brillante broche final. En el mundo contemporáneo los imperios representarían el pasado y las naciones el futuro, diagnóstico posiblemente apresurado si consideramos dos de los experimentos políticos más revolucionarios del último siglo, la Unión Soviética y la Unión Europea, ambos con un marcado carácter imperial.
Ninguno de los dos, sin embargo, ha reivindicado la condición de imperio, un término, a diferencia del de nación, cargado de connotaciones negativas, tanto que si el adjetivo nacionalista se usa de manera habitual como virtud, el de imperialista se acerca más al insulto que a la definición. A pesar de que posiblemente el origen de muchas de las grandes catástrofes del mundo contemporáneo haya que buscarlo más en el nacionalismo que en el imperialismo, incluidas las generadas por los imperios coloniales de los siglos XIX y XX, en sentido estricto Estados-nación con colonias y no Estados-imperio, en cuyo nacimiento, auge y decadencia el papel del nacionalismo fue determinante.
La diferencia esencial entre Estados-nación y Estados-imperio no tiene que ver con colonias ni con formas de Gobierno; puede haber, y ha habido, imperios sin colonias y naciones con ellas, repúblicas imperiales y monarquías nacionales, Estados-nación dictatoriales y Estados-imperio democráticos,… sino con cómo unos y otros legitiman el ejercicio del poder. Los primeros por ser expresión de la voluntad de la nación, entendida como una comunidad natural con fines y objetivos propios, al margen y si es necesario en contra de quienes la constituyen; los segundos en la consecución o preservación de los objetivos para los que fueron creados, tan diversos como los que pueden ir desde la construcción de una sociedad sin clases, Unión Soviética, al crecimiento económico y la defensa de los derechos de los ciudadanos, Unión Europea. La legitimidad tiene en estos últimos un claro carácter funcional no de autorrealización de la comunidad política.
La pregunta sería por qué los dos últimos siglos han sido los de las naciones y no los de los imperios; o, si se prefiere, por qué las naciones siempre ganan y los imperios siempre pierden aunque no necesariamente el bienestar y la defensa de los derechos de los ciudadanos están mejor garantizados en aquellas que en estos. Es posible que la nostalgia por el Imperio Austro-Húngaro de muchos de los que asistieron a su desintegración sea injustificada. Caben pocas dudas, sin embargo, de que su desarrollo económico y cultural nada tenía que envidiar al de los Estados-nación por los que fue derrotado; menos, todavía, de que para las minorías étnicas que lo habitaban su desaparición fue una catástrofe sin paliativos.
No por accidente, el Estado-nación contemporáneo se basa en la idea, más bien creencia, de la existencia de comunidades naturales homogéneas, algo falso en casi cualquier contexto, “desde que el mundo es mundo, ningún territorio ha sido habitado por una población homogénea, ya sea cultural, étnica o de cualquier otro tipo” (Hobsbawm), pero más todavía en el del viejo imperio de los Habsburgo donde, por poner un ejemplo, en los territorios de lo que después sería el Estado-nación húngaro, censo de 1902, sólo una tercera parte de sus aproximadamente 12.000 municipios eran exclusivamente magiarhablantes. El resto se repartía entre unos 4.000 en los que se hablaban dos idiomas, 3.000 con tres y 1.000 con cuatro o más. La construcción de la nación y el genocidio cultural estaban condenados a ir necesariamente de la mano, no la peor de las alternativas si consideramos que cuando lo que se utilizó como rasgo de definición nacional fue la raza y no la lengua, el genocidio fue físico.
La debilidad de los imperios frente a las naciones no es un asunto banal desde la perspectiva de la Unión Europea actual. Una organización política con muchas de las características de un imperio, posmoderno si se quiere, pero imperio al fin al cabo, y en la que el malestar y las críticas sobre su funcionamiento tienen mucho en común con las que han estado detrás del colapso de muchas de las estructuras imperiales anteriores a ella: estar al servicio de los intereses de un grupo nacional (Alemania), élites burocráticas al margen de los intereses de los ciudadanos, déficit democrático… Críticas que permean el espacio político de manera claramente transversal y que tienen más que ver con lo identitario que con lo ideológico, con la dialéctica imperios/naciones que con propuestas diferenciadas sobre derechos o reparto de recursos.
La facilidad con la que Syriza, partido de inequívoca ubicación a la izquierda del espectro político, ha llegado a un acuerdo de Gobierno con ANEL, de no menos inequívoca filiación nacional-derechista, adquiere desde esta perspectiva matices mucho más inquietantes. Un pacto contra natura cuya explicación habría que buscarla en que el eje emotivo de la campaña griega no fue la pertinencia de unas u otras políticas sino la defensa de la soberanía nacional frente a Alemania y los burócratas de la troika, el triunfo de la dialéctica imperios/naciones con el Europa/solución convertido en el Europa/problema, deslizamiento semántico también perceptible en otros países europeos. No sólo la campaña electoral sino también las negociaciones posteriores, planteadas como un enfrentamiento ellos/nosotros, como si Grecia fuese algo ajeno a la Unión Europea y no parte de ella.
El fin de los imperios tiene lugar cuando su proyecto político deja de ser atractivo para quienes forman parte de ellos. A diferencia de las naciones carecen del recurso a un bien superior y metafísico, el mantenimiento del propio ser nacional, por lo que su único aval es el logro o no de los objetivos para los que fueron creados. Explicaría la desafección de los ciudadanos hacia la Unión Europea en un momento de crisis económica que ha puesto en cuestión su objetivo/logro más visible: la consecución de cotas de bienestar sin parangón en ningún otro momento de la historia del continente; también, el goce de derechos desconocidos en la mayor parte del mundo, pero éstos resultan más difíciles de valorar y cuantificar, al menos hasta que ya no se tienen.
Una amenaza, la de la pérdida de atractivo del proyecto europeo, frente a la que la Unión Europea sólo tiene dos alternativas: intentar imaginarse cómo una nación, con parecidos o peores mimbres, se han inventado naciones a lo largo y ancho del planeta; o afirmar su condición de estructura política anacional, basada en los derechos de los ciudadanos y no en los de ninguna hipotética comunidad natural. La primera, con el componente reaccionario y empobrecedor consustancial a todo proyecto nacionalista; la segunda, con los problemas de un camino plagado de dificultades pero que quizás merecería la pena intentar.
Europa no será ya nunca más el continente blanco y cristiano que alguna vez fue, ni los Estados-nación que actualmente la constituyen, o los que el delirio nacionalista pueda añadir en el futuro, las comunidades de raza, lengua y cultura con las que historicismo romántico soñó. La coexistencia de identidades diversas, y hasta contradictorias, parece inevitable. La construcción de la ciudadanía no puede, quizás tampoco deba, pasar por lo identitario sino por derechos y deberes comunes a quienes comparten el mismo espacio político, hacia dónde se va y no de dónde se viene. Conversión de la identidad en asunto privado, carente de densidad política, que puede parecer problemática en el contexto de dos siglos de hegemonía de discurso nacionalista, pero que no es muy diferente de lo que pasó con la religión y su paso de la esfera pública a la privada.
Un proyecto civilizatorio extremadamente frágil, sobre el que pesará siempre la amenaza de los cantos de sirena de la identidad, vengan estos de los fundamentalistas islámicos, los eurófobos británicos, Marine Le Pen o cualquier otra persona o grupo dispuestos a defender que la nación es la forma natural de organización política de la humanidad.
Tomás Pérez Vejo pertenece al Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.
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