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17 ene 2015

Permitir un mal o es consentirlo ni aprobarlo.

Y, siguiendo, hemos de entender sus obras.


 queda que los buenos nunca mientan.

CAPÍTULO IX

Permitir un mal no es consentirlo ni aprobarlo

12. Aunque este problema ya está considerado y tratado, desde estos dos puntos de vista, no es fácil dejarlo sentenciado. Todavía debemos escuchar a los que dicen que no hay ninguna acción tan mala que no se deba cometer para evitar otra peor. Y a estas acciones humanas pertenecen no solo las que se hacen, sino también las que se padecen con propio consentimiento. Por tanto, si existe un motivo por el que el cristiano optase por ofrecer incienso a los ídolos para evitar la violación con la que el tirano le amenaza si no lo ofrece, parece que también es muy justo preguntar por qué no se puede mentir para evitar tan gran vileza. Pues el mismo consentimiento, por el que se prefiere sufrir una vileza a ofrecer incienso a los ídolos, no se puede entender como fruto de una pasión, sino como un mero hecho que para que no ocurriera opta por ofrecer incienso a los ídolos. ¡Con cuánta mayor facilidad elegiría la mentira si con ella pudiera alejar de su santo cuerpo infamia tan inhumana!

13. En esas afirmaciones, con razón, se pueden preguntar estas cuestiones: ¿este consentimiento ha de tomarse como un hecho, o se trata de un consentimiento sin aprobación alguna? O estamos ante una aprobación al decir: Conviene padecer esto antes que hacer aquello, y si es más correcto ofrecer incienso que padecer una violación, y si sería mejor mentir que ofrecer incienso a los ídolos si esa fuera la situación.

Si ese consentimiento se hubiera de dar por hecho, entonces también serían homicidas los que prefirieron morir antes que dar falso testimonio, y con el homicidio más grave que es el suicidio. Pues ¿por qué no se dice que se suicidaron cuando optaron por sufrir la muerte para no hacer aquello a lo que se les apremiaba? Pero, si se piensa que es más grave matar a otro que suicidarse, ¿qué decir del mártir al que se propone, ante sus propios ojos, si no quiere renegar de Cristo ni sacrificar a los demonios, no a cualquier hombre, sino a su propio padre rogándole al hijo que no permita, con su perseverancia, que le maten?¿Acaso no es manifiesto que si él permanece fidelísimo en el testimonio de su fe, los únicos homicidas serían los que matasen a su padre, pues nadie podría llamarle parricida? Así pues, como éste no sería partícipe de este crimen tan enorme, al preferir la muerte y aun la impiedad de su padre, cuya alma padecería las penas eternas, que violar su fe con un falso testimonio, del mismo, este su consentimiento no le haría partícipe de tan gran crimen si él no quería hacer nada malo, aunque lo hicieron los otros, precisamente, porque él no lo había hecho.

Pues ¿qué es lo que dicen esos perseguidores sino esto: Haz el mal para que no lo hagamos nosotros? Pero aunque fuere verdad que si lo hiciéramos nosotros, no lo harían ellos entonces, ni siquiera así deberíamos apoyarles con nuestro crimen. Pero, cuando ya hacen, lo que tampoco nos dicen, ¿por qué vamos a ser cómplices y no dejarlos solos con sus torpezas y crímenes? No se ha de llamar a eso consentimiento porque no aprobamos lo que hacen, pues siempre deseamos, y, en cuanto nos es posible, les prohibimos que lo hagan, y cuando lo han hecho no solo no lo aprobamos, sino que lo condenamos con la más fuerte repulsa de que somos capaces.

14. Pero ¿cómo no va a llamarse cómplice, dices, cuando ellos no harían esa acción si él mismo la hubiese hecho? Por esta regla de tres, también rompemos la puerta con los salteadores, ya que, si no la cerráramos, ellos no la partirían. Y, así, también matamos a los hombres, con los ladrones, cuando ocurre que sabemos lo que ellos van a hacer, porque si nos adelantásemos y los matásemos, no matarían ellos a otros. Y también cometemos parricidio cuando alguien nos confiesa que va a cometerlo, si, aunque podamos, no los matamos, antes de que él lo haga, cuando no podemos contenerle e impedir el crimen de otro modo. Siempre se puede argumentar con las mismas palabras: con él lo realizaste, porque él no hubiera hecho esto si tú hubieras hecho lo otro. Yo no quise hacer ningún mal, pero solo pude evitar lo que estaba en mi poder. Pero el otro mal ajeno que yo no pude evitar con mi demanda no debí impedirlo con mi mala acción. No aprueba, pues, al que peca quien no peca en su lugar, ni aprueba una cosa u otra quien no desea aceptar ninguna, pues en lo que a él se refiere, lo que está en su poder no lo realiza, y lo que se refiere al otro lo condena con toda su voluntad. Y por eso, a los que proponían aquella disyuntiva y decían: Si no ofrecéis incienso sufriréis esto, si se les respondiese: Yo no acepto ni una cosa ni otra, puesto que detesto las dos y ninguna os consiento. En estas palabras y otras semejantes, que, ciertamente, si son sinceras, no habrá consentimiento ni aprobación alguna, y por tanto a todo lo que uno sufriera de ellos se le consideraría como padecer afrentas, y a ellos comisión de crímenes.

Y dirá alguno: ¿estará obligado alguno a exponerse a la violación antes que ofrecer incienso? Si preguntas por lo que debe, no debe una cosa ni otra. Pues, si digo que debe hacer una de estas cosas, aprobaría una de ellas cuando repruebo las dos.

Pero si me preguntas cuál de las dos debería evitar, pues no es posible evitar ambas, sino una de la dos, te respondería: debe evitar su pecado siempre antes que el ajeno, e incluso su pecado leve antes que el ajeno grave. Así pues, mientras no lo estudie con más detalle, te concedo que es más grave la violación que el ofrecer incienso, pero esta es una acción propia, mientras la otra es ajena, aunque él mismo la padezca, y del que es la acción, de ése es también el pecado. Pues, aunque sea más grave el homicidio que el hurto, es peor hacer un robo que padecer un homicidio. Así, si se le propone a uno que si no quiere hacer un robo se le matará, esto es, se cometerá con él un homicidio, dado que no puede evitar las dos cosas, ha de evitar, más bien, su pecado antes que el pecado ajeno. Y no por eso se le va a imputar lo que en él se ha cometido porque lo pudiese evitar si quisiera cometer el suyo.

15. Todo el enredo de esta cuestión lleva a esto: se pregunta si el pecado ajeno, aunque sea cometido en ti, se te puede imputar a ti, que lo pudiste evitar con un pecado tuyo más leve y no lo hiciste; y si se puede exceptuar la inmundicia corporal. Pues nadie dice que un hombre se hace inmundo si le matan o le meten en la cárcel o le encadenan, o le flagelan, le maltratan con diversos tormentos y torturas o le proscriben o le colman de gravísimos daños hasta la suma pobreza, o le despojan de todos los honores o sufre toda clase de ultrajes con todo tipo de afrentas. Pues no hay nadie tan loco que se atreva a llamarle inmundo a alguien cuando ha sufrido injustamente todas estas cosas. Pero, si se le baña en estiércol, o si se le vierten o introducen cosas sucias por la boca o consiente acciones afeminadas, todos le aborrecerán, y le llamarán corrompido e inmundo. Así pues, debemos concluir que nadie debe evitar los pecados ajenos, cualesquiera que éstos sean, por medio de pecados propios, exceptuados aquellos que hacen inmundo a aquel en quien se cometen, y, ya se trate de sí mismo o más bien de otro cualquiera, ha de sufrirlos y soportarlos con fortaleza. Y si no los debe evitar con ningún pecado suyo, tampoco deberá hacerlo por medio de la mentira. Pero aquellas cosas que cuando se hacen en el hombre, le hacen a él inmundo, deberíamos evitarlas aun con nuestros pecados, que por eso mismo no pueden llamase pecados, pues se hacen precisamente para evitar la inmundicia. Pues lo que así se hace de modo que, si no se hiciese, se le reprocharía justamente, no es ningún acto culpable. Por lo que hemos de concluir que tampoco se puede llamar inmundicia a una acción que de ninguna manera la podemos evitar. Entonces el que la sufre tiene también un modo de obrar rectamente: que soporte pacientemente lo que no puede evitar. Pues nadie que actúe rectamente se puede hacer inmundo por contagio corporal. Porque ante Dios es inmundo todo aquel que es inicuo, y todo limpio el que es justo, y aunque no lo sea ante los hombres, lo es, ciertamente, ante Dios, que le juzga con verdad. Por tanto, ni al sufrir esas cosas, cuando tiene la posibilidad de evitarlas, se hace inmundo por contagio, sino por el pecado cometido porque no quiso evitarlas cuando pudo. Pues nada de cuanto hiciera para evitarlas sería pecado. Por tanto, el que hubiere mentido para evitar esas cosas, no peca.

16. ¿Habrá que exceptuar todavía alguna otra clase de mentiras por las que sea preferible padecer esas cosas inmundas que cometer aquéllas? Si esto es así, ¿acaso lo que se haga para evitar esa inmundicia no es pecado? A veces hay ciertas mentiras que es más grave el admitirlas que sufrir esa opresión. Pues si alguien fuese buscado para cometer un estupro, y se pudiere ocultar con una mentira, ¿quién se atrevería a decir que ni entonces se ha de mentir? Pero si con tal mentira pudiera ocultarse pero de modo que dañase la fama de otro, por el mismo falso crimen de inmundicia por el que se busca al primero, por ejemplo, si al que busca a tal sujeto le nombramos a otro hombre casto y ajeno a toda especie de torpezas, como si le dijéramos: Vete a éste, y él te procurará todo de modo que puedas gozar más licenciosamente, pues ese conoce muy bien esas cosas y las ama. Así, éste puede ser alejado de aquel que buscaba. Pero no se puede violar la fama del otro con una mentira, para que no sea violado el cuerpo del otro por la libídine ajena. Y en absoluto se puede mentir a favor de uno, con una mentira que dañe a otro, y esto aunque el daño fuera más leve que el que había de padecer aquel a quien podíamos salvar con nuestra mentira. Porque no se ha de quitar el pan a uno, aunque esté más sano, para alimentar al más débil, sin su consentimiento, ni se puede castigar con varas al inocente para que otro no sea asesinado. Perfectamente puede hacerse si así lo desean porque no se les ofende cuando ellos lo quieren.



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