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15 mar 2014

La ética de pensamiento.

Reseña sobre El Método de Edgar Morin
José Salvador Loreto

En cada una de las intenciones de actos humanos la ética está sometida a la incertidumbre, a la opacidad, al enfrentamiento. Si partimos de toda esta complejidad, después de los efectos inesperados e incluso perversos del acto, luego entonces se impone la necesidad de “trabajar por el bien pensar” conforme a la expresión de Pascal, esto es, pensar de manera compleja. Para tal efecto se requiere de un conocimiento capaz de concebir la acción misma y sus condiciones, de contextualizar antes y durante dicha acción.

La ética de pensamiento
“Trabajar por el bien pensar, ése es el principio de la moral” según sostuvo Pascal; estas palabras paradójicas parecen desconocer que no se podría deducir un deber de un saber. La moral es un tipo de verdad subjetiva en tanto el saber pretende la verdad objetiva. La ética del conocimiento entonces comporta un combate contra la ceguera y la ilusión —incluidas las éticas— el reconocimiento, incertidumbres y contradicciones, también éticas. El principio de consciencia intelectual debe aclarar el principio de consciencia moral; ambos principios son inseparables; hay que establecer un vínculo y a la vez una distinción. El pensamiento complejo reconoce la autonomía de la ética al tiempo que la religa: establece el vínculo entre el saber y el deber. No debemos, ni podemos concebir una ética insular.

Lo anterior nos lleva al individuo ético (autoética), donde el individualismo de nuestra civilización, como bien ha observado Ehrenberg, “no es tanto una victoria del egoísmo sobre el civismo o de lo privado sobre lo público cuanto el resultado del proceso histórico de la emancipación de las masas que, para lo mejor y para lo peor, pone la responsabilidad de nuestros actos en nosotros mismos...” 

(Ehrenberg, 1999 citado en Morin, 2006: 63-65). Es la dinámica de la “pasión de ser unimismo” que se encuentra con la “responsabilidad de sí”, y simultáneamente de debilitamiento de los superegos; he ahí la posibilidad de una autoética. Esta noción impone: en la pérdida de la certeza absoluta, en el debilitamiento de la voz interior que afirma “bien” o “mal”, en la indecibilidad de los fines: a la teleología religiosa donde a la Providencia divina que guiaba el curso de la historia, le había sucedido la teleología del progreso, devenido providencial. Ya no se sabe cuáles son los fines de la historia humana como tampoco los de la vida y del universo. En la consciencia de las contradicciones e incertidumbres éticas, en la consciencia de que ciencia, economía, política, artes tienen finalidades que no son intrínsecamente morales (p. 98-100).

La idea de “autoética” se conforma en un nivel de autonomía individual, incluso allende las éticas integradas e integrantes. Las otras dos ramas de la ética (socioética y antropoética o del género humano) pasan necesariamente por la autoética, dado que implican: consciencia y decisión personal. La autonomía personal de alguna manera autonomiza la ética, ya que pasa por una decisión y reflexión del individuo, lo que Westermarck llama “subjetivismo ético”. Aunque privada de un fundamento exterior la autoética se alimenta por fuentes vivas (psicoafectivas, antropológicas, culturales, sociológicas); sin embargo, la autonomía ética es frágil y difícil desde el momento en que la persona experimenta más la angustia y el desasosiego, las incertidumbres éticas más que las plenitudes de la responsabilidad.

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