Todo lo que España contribuyó a Occidente
ABC, POR FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR
Día 30/12/2013
Esos valores definidores de la nación debían evitar un rancio casticismo para sentir la historia de España como espejo en el que los acontecimientos fundacionales de la cultura occidental se expresaran de un modo ejemplar. Querer modernizar una nación sólo podía entenderse como continuidad de su presencia en el tiempo, comorealidad histórica que hoy se niega, al calor de la crisis y en eloportunismo disgregador de algunos insensatos. Hace cien años, quienes mejor muestra dieron de su voluntad de conducir España a la modernidad europea lo hicieron desde el exigente respeto a una trayectoria nacional propia, mediante la que podría abordarse la reforma radical orientada al bienestar del pueblo y a la eficacia del gobierno. España no necesitaba afirmar una voluntad de ser sino la decisión de seguir existiendo. Precisaba señalar el indispensable recuerdo de lo que había aportado a la historia de Occidente y la determinación de permanencia para renovar esa contribución decisiva.
Herencia común
En los comienzos de la Edad Moderna, el proyecto imperial de Carlos V y la monarquía universal de Felipe II superaron el escueto rango de la unidad peninsular y la consideración material de unas posesiones que abarcaban buena parte del mundo conocido. La empresa imperial se propuso agrupar los pueblos de Europa en la defensa de una herencia cultural común. En las guerras de religión, la posición de España no fue la de la mera resistencia ante el cambio, sino la de impulsar una reforma espiritual fiel a los valores universales del cristianismo, siendo la libertad el primero de todos ellos. Frente al protestantismo y con la indispensable participación de los teólogos españoles, Trento aprobó la radical autonomía del hombre y abrió el camino a la plena congruencia entre el humanismo renacentista y la renovación del pensamiento católico.
Esa misma defensa de la libertad y la dignidad del hombre se encuentra en la crítica a la razón de Estado sobre la que las monarquías absolutas levantaron un edificio de despotismo. Cuando por toda Europa se halagan los oídos reales con argumentos divinos del poder coronado, las meditaciones de los pensadores españoles aguan la fiesta monárquica y ponen los fundamentos del derecho internacional. El Rey sólo será considerado legítimo si actúa de acuerdo con la moral, si busca el bienestar de sus gobernados en quienes reside el origen de la autoridad.
Denuncias de corrupción
La literatura barroca española no dejó de elaborar guías de príncipes y ásperas denuncias de la corrupción de los mandatarios mientras el verismo justiciero de sus pintores se deleitaba en el aspecto hondamente humano y hasta vulgar de los reyes. En tal exigencia de la moralidad del Estado y de los derechos fundamentales del pueblo se encontraría el terreno más propicio para que una España algo desatenta a las doctrinas de la Ilustración pudiera afrontar la construcción del régimen liberal. En su propia tradición halló los recursos para proyectar una defensa radical de la libertad del hombre y la fortaleza para luchar por un gobierno representativo que se identificó, en la primera de sus constituciones, con la independencia y la unidad de la nación. Un siglo de guerras civiles muestra hasta qué punto fue en España, más que en cualquier otro lugar, donde la lucha por la libertad política y la soberanía nacional exigió un mayor compromiso. Por ello, al acabar aquel siglo, en momentos en los que el país parecía resignarse a una posición marginal tras el desastre de 1898, una soberbia pléyade de jóvenes inconformistas se dispuso a la gran tarea de la reforma de España.
Guerra y reconstrucción
Sin haber participado en la Gran Guerra, la crisis de civilización que devastó Europa nos alcanzó también, frustrando aquellos planes de regeneración y lanzando a España al más desolador de los abismos, el que hace imposible un proyecto nacional que integre a todos los ciudadanos. La Guerra Civil sacó de su espacio imaginario el mito de las dos Españas y decretó la intolerancia de quienes se enfrascaron en una alevosa tarea de mutua aniquilación. En su exilio desesperanzado,Cernuda llegó a escribir que España era ya solo un nombre.
En la conciencia de aquella tragedia inútil, los españoles reconstruyeron el camino de la dignidad del hombre y la libertad esencial sobre las que pudieron afirmar, en los inicios de la modernidad, el carácter de un proyecto nacional propio y basado en valores universales. La Transición fue mucho más que la recuperación de las libertades constitucionales. Fue el regreso de España a un hilo moral conductor, la recuperación de un significado permanente que late en el fondo de su viaje en el tiempo, ese puñado de principios que permiten que una nación exista como idea y sentimiento en la razón y el corazón de la Historia.
Un imperio de valores universales. La monarquía española se constituyó como el primero de los Estados modernos. El Imperio, ampliado a América, dejó de ser una simple entidad territorial para articular los valores universales de una tradición católica que debía actualizarse. Los reinados de Carlos I y Felipe II buscaron preservar algo más que la hegemonía de una gran potencia. Se propusieron asegurar la unidad religiosa en Europa y proyectar en todo Occidente la imagen del hombre afirmada por el Renacimiento católico y ratificada por el Concilio de Trento: el individuo libre y consciente de la unidad moral del género humano.
Una monarquía al servicio del bien común. En pleno proceso de fortalecimiento monárquico, en la época de las monarquías absolutas, la teoría española del Estado sólo aceptaba la autoridad política como fruto de la soberanía del pueblo y como ejercicio permanente del bien común. De otra forma la monarquía degenera en tiranía contra la que los súbditos están autorizados a defenderse. La literatura del siglo XVII se colmó de libros dedicados a orientar la labor del Príncipe, cuya legitimidad dependía de la observancia de los fines morales de su autoridad, y de ensayos que identificaban la decadencia española con la corrupción de este principio.
El coraje del liberalismo español. Las dificultades sufridas por la Ilustración en España se compensaron con el ímpetu desplegado en la conquista del régimen constitucional desde el arranque del XIX. La idea de la nación española se templó en la lucha por la soberanía y en su identificación con las libertades del sistema parlamentario. En España tomó nombre el liberalismo moderno y cobró forma la destrucción del mito de una tradición oscurantista. La nación constitucional se afirmó sobre las raíces de una cultura centenaria, defensora de la libertad del individuo y la limitación del poder real, que habrían de integrarse en un nuevo concepto de ciudadanía.
Una nación para un pueblo. En el cruce de los siglos XIX y XX, España vivió, junto a Europa, una grave crisis cultural que las generaciones de 1898 y 1914 habían de convertir en un brillante ejercicio de toma de conciencia nacional. Unamuno, Maeztu, Ortega y Azaña se formaron en aquella briosa elite de intelectuales que expresaron su confianza en una nueva vertebración política y moral de España que debía depender de las mejoras económicas y la eficacia de los gobiernos. Pero había de basarse, sobre todo, en los incorruptibles valores cívicos de gobernantes y gobernados, en el afán cultural y la responsabilidad.
La tragedia de las dos Españas. España vivió el enfrentamiento entre libertad y totalitarismo que caracterizó la crisis europea de los años treinta en su versión más trágica. Una contienda fratricida detuvo el curso de las ambiciones nacionales sembradas a comienzos de siglo y las anegó en la sangre de la guerra civil. El sombrío mito de las dos Españas volvió a ahogar la posibilidad de la concordia y permaneció en el orgullo de los vencedores y el resentimiento de los vencidos. España llevó a la historia universal el severo ejemplo de una catástrofe nacional y la torva advertencia contra el radicalismo totalitario que narcotizó a una generación europea.
Hacia una nación de ciudadanos. Las dimensiones de la tragedia de 1936 dieron a España la oportunidad de una respuesta original al desafío de la reconciliación. Nuestra nación volvió a disponer de una proyección ejemplar, al ser capaz de organizar una transición a la democracia cimentada en la conciencia de su grave responsabilidad histórica. Con el doloroso recuerdo de una guerra civil se construyó una moral cívica más alta, que sólo podía concebir la cohesión de la sociedad sobre la libertad de todos y el respeto a cada uno. La aprobación de la Constitución no fue sólo la conquista de un régimen parlamentario, sino también el triunfo de una nación de ciudadanos.
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