A Doña Josefina De La Torre, madre de una familia Grande
Adiós a los padres
Héctor Aguilar Camín
Chetumal, 1938
Con todo mi cariño te leo estas palabras con el deseo que despierten en ti la sorpresa que siempre observo esperas vivir. Y, con el propósito de hacerte dejar de lado la desagradable noticia que te han dado estos días atrás. Léetelo con tus hijas, nietos y bisnietos al calor de la manta que a cuadros cubre tus piernas.
El lugar se llama Cimadevilla y está en lo alto de una península que irá. Todas partes. Ofrece a quien se sienta en su piedra de siglos la misma línea del horizonte que tuvieron ante sus ojos los vigías romanos. Me siento al amanecer en Cimadevilla. La ciudad de Gijón, tierra de mis abuelos maternos, queda abajo, fuera de mi vista. También de mis oídos : aquí sólo se oye el viento sustraído a la historia, el viento de todos los tiempos. Amanece. Veo la línea del horizonte y me pierdo en ella. Por un momento solo soy el vigía romano que mira el mar sentado en la cima de la villa de Gijón que aún no existe, que s apenas una fortificación en marcha frente al mar. El vigía mira la línea neblinosa del mar del norte. Espera ver barcos navegando en el estrecho, heraldos del comercio o dela guerra. Pero no ve, como yo, sino la línea de niebla, un farallón líquido. Por un momento pierde el sentido de su vigilancia, olvida su nombre, deja de saber quién es. Es todo ese horizonte sin contornos, la neblina del mundo, la puerta del más allá. Piensa en el primer hombre que subió a ese risco. Lo ve llegando a la cima con un palo en la mano: desnudo, inquieto, perseguido. El viento lo acaricia y lo calma, lo invita a sentarse y a mirar. Por un momento el vigía romano es también el primer hombre que sube a esa piedra y ve el horizonte del mar del norte en el amanecer. Pero entonces no existen el norte ni el mar ni el horizonte, porque no hay en la cabeza de nadie las palabras que puedan nombrarlos. Hay solo la línea neblinosa y el viento sin tiempo soplando sobre aquella cima anterior a la historia.
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