Cuando voy cumpliendo años haciendo crítica, los demonios idiotas vestidos de políticos se me hacen presentes.
¡Todavía la Transición!
Fue un periodo caracterizado por la improvisación y la incertidumbre. La manipulación le hace culpable de todos los males del presente, con intención de cambiar el pasado: es el mejor camino para perder el futuro
Santos Juliá 20 Julio 2014
Al principio no fue la Transición sino un periodo o proceso de transición. Al principio quiere decir hace muchos años: de la búsqueda de una mediación que pusiera fin a la Guerra Civil estableciendo un “régimen de transición”, habló Manuel Azaña, presidente de la República, desde 1937; un “periodo de transición” reclamó para España en 1946 el que fuera presidente del Gobierno de la República, Francisco Largo Caballero, y, con idéntica expresión, José María Gil Robles e Indalecio Prieto firmaron en el exilio un acuerdo con el propósito de impulsar en 1948 la intervención de las potencias democráticas que pusiera fin a la dictadura. De un proceso de transición pacífica a la democracia no dejaron de hablar los comunistas desde 1956 y en lo mismo insistieron socialistas, liberales y democratacristianos en 1962. Y saltando en el tiempo, y para no hacer esta lista interminable, por un “periodo de transición” se manifestaron, entre prolongados aplausos del público puesto en pie, los participantes en el ciclo Las terceras vías celebrado en Barcelona en junio de 1975, meses antes de la muerte del dictador. Eran ellos Antón Cañellas, Josep Solé Barberá, Joan Reventós, Jordi Pujol, Josep Pallach y Ramón Trías, y es significativo que en su declaración final abogaran por “la transformación pacífica del sistema legal por medio de Cortes constituyentes elegidas por ciudadanos mayores de 18 años, mediante sufragio universal, secreto y directo”, poco más o menos lo que el Gobierno de Suárez propondrá un año después.
En 1975, todo el mundo que militaba en partidos o grupos ilegales y clandestinos, desde liberales a comunistas, estaba de acuerdo en que a la pregunta: “Después de Franco, qué”, formulada en 1961 por Dionisio Ridruejo en inglés, como título de un artículo para The Monthly, y por Santiago Carrillo en español como título de un libro publicado en Francia en 1966, la única respuesta posible era: después de Franco, un periodo, un proceso, una fase de transición. Transición se declinaba así como elemento del grupo preposicional predicativo de proceso o periodo: nadie hablaba de la Transición, sino de un periodo de transición. Y de lo que se discutía no era del final del proceso, en el que todos estaban de acuerdo: unas Cortes constituyentes; sino de los pasos a ellas conducentes: amnistía, libertades, autonomías…, y del sujeto encargado de dirigirlo: gobierno provisional, gobierno de concentración democrática o, simplemente, como había aprobado en diciembre de 1959 el VI Congreso del PCE, gobierno de transición.
Pero una vez culminado el periodo o proceso de la que ella era predicado, transición se convirtió en sujeto liberado de preposición y levantó el vuelo por su cuenta saltando enseguida de categoría: proceso de transición, que siempre se escribía en minúscula, pasó a ser Transición, con mayúscula, y de un periodo sin fechas fijas de principio ni de fin se convirtió en un acontecimiento del género que los historiadores franceses llaman matricial: un événement matriciel, como El domingo de Bouvines o la revolución bolchevique. Así, de un proceso que necesitaba ser explicado en cada uno de sus pasos, Transición mutó en acontecimiento matriz explicalotodo. Y todo quiere decir, mirando hacia atrás, cada etapa del proceso, como el “consenso”, que tras erigirse en una categoría metahistórica, explica la Transición sin necesidad de ser él mismo explicado; y mirando hacia adelante, lo ocurrido en la política, la economía y la sociedad desde que el proceso puede darse por terminado, ya sea en 1978, en 1982 o en 1986.
De manera que un proceso de transición como el español, caracterizado por la incertidumbre y la improvisación, por la violencia criminal y los obstáculos de que estuvo sembrado el recorrido, por la movilización obrera y ciudadana y los pactos, se nos ha convertido en un acontecimiento, la Transición, pieza sin fisuras, producto de un diseño elaborado por los poderes fácticos al que se atribuyen cualidades que definen su ser o esencia: Transición mito y mentira, Transición amnesia y borradura de memoria, Transición traición y así sucesivamente. Un acontecimiento que determina el futuro, tan atado y bien atado como lo pretendía el régimen al que sucedió. De hecho, las actuales prédicas sobre el agotamiento, la agonía, los estertores o el último suspiro de la Transición como régimen, parten del supuesto de que en aquel acontecimiento es donde hay que buscar la causa de todos los males del presente, del bi-partidismo a las tensiones territoriales, de la corrupción al aumento de la desigualdad, de los salarios de miseria al éxodo de jóvenes en busca de trabajo. La culpa, ya se sabe: la Transición.
El pasado siempre se manipula según los intereses del presente: tal es, como recordaba Georges Duby, la función de la memoria. Y aquí, sin olvidar lo que esa manera de ver tiene de ceguera voluntaria dirigida a ocultar las responsabilidades de lo ocurrido desde 1982 a 2014, es claro que si en lugar de la Transición, volvemos al proceso de transición, nada de lo que se le atribuye data de aquel tiempo. La ley electoral, por ejemplo, con su mezcla de distritos provinciales a los que se asignan dos escaños y de reparto proporcional por el método D’Hont, no se ideó para crear un sistema bipartidista, sino para asegurar al partido más votado una mayoría suficiente de escaños sin necesidad de obtener la misma mayoría en votos. Lo que con aquella ley se pretendía era garantizar a UCD, con la izquierda partida en dos mitades, comunista y socialista, una posición dominante. Y lo mismo vale para ese sistema de partidos rígido y fuerte que también es moda atribuir hoy a la Transición, pero que por ningún lado aparece durante el proceso de transición. UCD se disolvió víctima de sus pulsiones suicidas, y el PCE, con sus reiteradas purgas, se fragmentó hasta alcanzar el nivel de la irrelevancia. Los únicos que se consolidaron, no sin problemas, fueron el PSOE y los nacionalistas catalanes y aun vascos, flanqueados por Alianza Popular con su famoso techo de cemento. ¿Dónde están los partidos rígidos, puras máquinas burocráticas, y dónde el bipartidismo durante el proceso de transición?
Algo parecido ocurre con la cuestión territorial. Hoy se atribuye a la Transición el embrollo autonómico en el que ha venido a desembocar lo que comenzó como demanda o exigencia de autonomías regionales. En realidad, y dejando aparte el hecho de que las primeras propuestas de autonomía para Cataluña presentadas en un Parlamento español —Cambó durante la Gran Guerra y a su fin— vinieron acompañadas de la reclamación del mismo derecho por y para otras regiones, lo que importa es que de la cuestión territorial se podrá decir cualquier cosa menos que quedó zanjada durante el proceso de transición. Uno de los problemas derivados de este proceso fue precisamente que la Constitución, en lugar de cumplir su papel como “acto de desconfianza” al modo definido por Constant, se excedió en la confianza otorgada a los políticos que habrían de administrarla, pues al no señalar límites nítidos entre las competencias del Estado y de las comunidades autónomas, permitió que todo quedara al albur de las clases políticas que habrían de consolidarse en las nuevas entidades políticas y administrativas. Si para algún caso vale aquello de que quien tiene autoridad para interpretar las leyes es el verdadero legislador y no quienes las escribieron o proclamaron, ese sería el del Estado español, configurado más por los Estatutos de autonomía y por la multitud de sentencias “interpretativas” de los sucesivos tribunales constitucionales que por la misma Constitución.
De la Transición como régimen se podrá hablar si lo que se pretende, manipulando el pasado, es deslegitimar o socavar el actual sistema político atribuyéndole un pecado de origen cuya culpa habría de pagar muriéndose y desapareciendo de escena: las reservas para empezar una y otra vez de cero son, entre españoles, inagotables. Pero si de lo que se trata es de someter a crítica las instituciones y las políticas desarrolladas durante los 30 años que median desde el fin del proceso hasta hoy, sería más fructífero abandonar las mayúsculas y explicar por qué, cómo y en qué han fallado esas políticas y esas instituciones. La Transición como acontecimiento no es más que una entelequia: atribuirle los males presentes con el propósito de cambiar el pasado es el mejor camino para perder el futuro.
Santos Juliá es profesor emérito de la UNED.
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