Fundación Gustavo Bueno
Convocatorias
Congreso Internacional
Bernardo del Carpio y la Batalla de Roncesvalles
Oviedo Doce Siglos
Oviedo, lunes 4 al miércoles 6 de febrero de 2008
Auditorio Príncipe Felipe
Bernardo del Carpio.
G. Bueno
Se ha creído conveniente, por los organizadores de este Congreso en torno a la figura –legendaria o histórica– de Bernardo del Carpio, que en su inauguración hubiera una exposición filosófica (no meramente histórico-positiva) en la que se dibujasen las coordenadas desde las cuales cabe interpretar la figura, legendaria o real, de quien desempeñó durante siglos la función de un héroe nacional, de un héroe, al lado del Cid, en la Historia de España. Y se me ha asignado el encargo, que asumo desde luego con orgullo, de exponer las líneas generales de estas «coordenadas filosóficas».
Me propongo esbozar, por tanto, las líneas generales que, desde un punto de vista filosófico (de la filosofía de la historia), pudieran servir de coordenadas para interpretar el significado de Bernardo del Carpio en el conjunto de la Historia de España. El temor a que una exposición de las «líneas generales» nos lleve demasiado lejos del asunto concreto de que se trata –Bernardo del Carpio en este caso– hace que muchas veces dejemos de lado las líneas más importantes poniendo en peligro la presentación de la estructura misma del sistema de estas «líneas generales». Me decido, por ello, a pasar por encima de ese temor, a fin de exponer, aunque esquemáticamente, el sistema completo. Sólo me queda rogar a los presentes que suspendan su juicio sobre el «alejamiento de la cuestión» hasta que mi exposición haya acabado.
[Glorificación de Bernardo del Carpio
Bernardo de Valbuena, El Bernardo del Carpio o la victoria de Roncesvalles, edición ilustrada por Antonio Saló. Octavio Viader, San Feliu de Guixols 1914, II:200]
Y la primera observación que me parece obligado establecer es esta: que si cabe mantener una perspectiva filosófica en la interpretación de un héroe, legendario o real, de la Historia de España, será en la medida en que la propia Historia de España sea una idea ella misma filosófica, es decir, sea un contenido formal de la filosofía de la historia.
Pero el significado filosófico de España y de su Historia, al menos desde la perspectiva del materialismo filosófico, sólo puede captarse a través de la idea de Imperio, en la medida en la cual este término designe a su vez una idea filosófica.
Por supuesto, la idea de Imperio tiene muchas acepciones que no son propiamente filosóficas, sino que son o bien conceptos políticos o antropológicos –como puedan serlo los conceptos diapolíticos de Imperio, como «sistema de Estados, Reinos, Condados o Colonias, subordinados al orden establecido mantenido por un Estado hegemónico»– o bien son ideas teológicas, como pueda serlo la idea que muchos historiadores atribuyen a Sargón de Akade (hacia el 2300 antes de Cristo) en cuanto, en nombre de Enlil (Dios), mantiene la hegemonía sobre las diferentes regiones mesopotámicas del Eúfrates medio, la costa siria del norte, las minas del Taurus y las «montañas del Plata»; o como cuando se dice (Daniel II, 47) que Nabucodonosor, el Gran Rey de Babilonia, impera sobre otras ciudades de Mesopotamia, y que reconoce, puesto de rodillas ante Daniel: «En verdad, vuestro Dios [Yahvé] es el Dios de los dioses, y el señor de los reyes.»
Pero la idea de Imperio, en cuanto idea filosófica, se encuentra a medio camino entre los conceptos antropológicos o politológicos y las ideas teológicas; porque la idea de Imperio ha de incorporar, desde luego, los componentes antropológicos, políticos o teológicos del Imperio, dentro de un sistema consistente. Por decirlo en función de fórmulas acuñadas entre nosotros: mientras que la idea teológica concibe al Imperio en función de Dios (Enlil, Yahvé: «Por el Imperio hacia Dios»), la idea filosófica, practicando una «inversión teológica», concibe a Dios en función del Imperio («Por Dios hacia el Imperio»).
¿Y por qué la idea de Imperio, sin perjuicio de sus componentes politológicos o teológicos, se transforma en una idea filosófica en el proceso de su inversión? ¿Por qué esa inversión teológica del Imperio no nos devuelve sencillamente al terreno de los conceptos politológicos de Imperio (en su sentido diapolítico)?
La respuesta que podemos ofrecer es la siguiente: porque la inversión teológica del Imperio («Por Dios hacia el Imperio») no nos remite, sin más, a determinados dominios, más o menos extensos, controlados por alguna sociedad política local. La inversión teológica nos remite a otra idea, reconocidamente filosófica, a saber, la idea de humanidad, o de género humano, idea que todavía se invoca con exaltación en el himno de La internacional. Una idea a la que tradicionalmente se le asignó el papel de «sujeto de la Historia universal», de la Historia de la Humanidad; una idea a la que va referida la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada por la Asamblea General de la ONU en 1948, y que alimenta la filosofía mundana más generalizada o vulgarizada del humanismo del presente.
Pero ocurre –y esta es una tesis central del materialismo filosófico– que ni la Humanidad ni el Género humano existen en la realidad, salvo como categoría taxonómica lineana, el Genus homo, y, no lo olvidemos, con diferentes especies.
El Género humano, o la Humanidad, jamás ha podido ser un sujeto o agente de la Historia universal. Este Género humano ha estado siempre disperso (¡no alienado!) en diversas bandas pertenecientes a su vez a diferentes especies del género, tales como los australopitecos, el homo habilis, el afarensis, el pitecántropo, el antecessor, el neandertal, el cromagnon, el egipcio, el persa, el chino, el griego o el maya. Grupos que han desplegado culturas muy diversas, no siempre compatibles entre sí, y entre ellas las culturas urbanas, a través de las cuales pudo comenzar el hombre a ser definido, por Aristóteles, como Zoon Politikon, o «animal que vive en ciudades», y no en selvas.
Y sólo desde esos Estados ciudad, que son sin duda una parte del Género humano, en cuanto estructura taxonómica, pudo comenzar a tener lugar la totalización de los hombres que viven en ciudades o en selvas, y a poder concebirse la humanidad como un todo. No se trata por tanto de referirse a un conjunto de Estados ciudad reunidos para dominar a terceros Estados, como pudo ser el caso de los Estados griegos –Esparta, Micenas, Ithaca– para destruir Troya. Es preciso un Estado que, partiendo sin duda de un sistema de Estados particulares, proyecte ordenar a todos los Estados y a todos los hombres que viven en la Tierra.
La idea de Hombre, o de Género humano, no es una idea que pueda proceder del propio Género humano considerado como un todo, como si ese «todo» fuese capaz de reflexionar sobre sí mismo y «proyectar su futuro». El proyecto del Género humano como un todo sólo puede ser formulado desde alguna de sus partes, políticamente organizadas. Desde estas partes (muchas de las cuales habrán esbozado definiciones de una idea o «proyecto de Hombre») puede tener significado la reflexión en sentido objetivo sobre las demás ideas de Hombre (o de «proyectos de Hombre»), a fin de reunirlas en cuanto partes de un todo. Pero la única forma de reunir realmente estas diversas ideas, dada su diversidad, su heterogeneidad y su eventual incompatibilidad, es la forma de una confrontación entre ellas, de la que pueda resultar la determinación del proyecto que sea más poderoso. Pero un proyecto político y antropológico que confrontado con los otros proyectos, antagónicos o simplemente distintos, y orientado a componerlos o controlarlos (aunque sólo fuera para defenderse de ellos), se corresponde con lo que llamamos el Imperio, en el sentido filosófico del Imperio universal.
Un Imperio universal que no ha de verse sólo desde la perspectiva emic del grupo humano que lo conforma, sin salir del horizonte de un valle fluvial más o menos extenso, proclamándose, megalómanamente, «Rey de reyes». Ha de verse desde la perspectiva etic del grupo que ya tiene noticia de la totalidad del planeta, a través del cual el género humano está disperso, que tiene noticia de la esfericidad finita de la Tierra, como la tuvieron ya los griegos en la época de Alejandro (poco después de Alejandro, Eratóstenes ideó un método para calcular el perímetro de la esfera terrestre y lo evaluó en cifras asombrosamente próximas a las que nosotros utilizamos, los cuarenta mil kilómetros: «Todo el interior de Libia [África] –dijo Alejandro, imbuido de los ejemplos de los héroes de Troya, a los suyos, después de haber pasado del Indo al Ganges, según nos cuenta su biógrafo Arriano (V, 26, 1)– hasta alcanzar las columnas de Hércules será tan nuestro como lo es ya Asia, y los límites de nuestro Imperio serán los límites asignados a la Tierra por la divinidad.»
Por ello, la idea filosófica de un Imperio universal, requiere que el rey que asume la hegemonía deje de hacerlo como tal rey particular, en el caso, como Rey de Macedonia, porque la hegemonía sólo podrá mantenerse, no ya en el terreno diapolítico de la dominación de un reino o estado sobre los otros, sino en el terreno, metapolítico, de quien impera en nombre del Género humano, sólo representable, en principio, como un Dios encarnado en el emperador. Por ello Alejandro no pretendió ordenar el universo a título de Rey de Macedonia, sino a título de Hijo de Zeus o de Ammon.
Tras Alejandro, la idea filosófica de Imperio se «encarnará» en otros Imperios, en cierto modo herederos del Imperio de Alejandro, y principalmente en el Imperio romano, ya sin duda en su primera fase (la que va de Augusto a Constantino). Pero sobre todo en su segunda fase, la del Imperio de Oriente, Bizancio, la que va desde Constantino I, en el siglo IV, hasta Constantino XII (o XIV) Dracosés en el siglo XI, a cuya muerte Constantinopla fue ocupada, en 1451 por la Yihad encabezada por Mahomet II.
El Imperio de Occidente cayó mucho antes, ante el empuje de las invasiones germánicas, que lo descompusieron en sus «Reinos sucesores»: ostrogodos, visigodos, francos... Pero hay que subrayar que estos Reinos sucesores manifestaron siempre su voluntad de asumir la herencia del Imperio romano. Ataulfo entró en España bajo banderas y símbolos imperiales, y se casó con la hermana del emperador Honorio, Gala Placidia. De hecho, el sucesor legítimo del Imperio seguía siendo el emperador de Bizancio. Pero el Islám –el imperialismo islámico, enfrentado al imperio bizantino– desmoronó el reino visigodo y sus sucesores, ante todo los reyes asturianos (orgenomescos, vadinienses, &c.), levantaron un poderoso dique, ya en Covadonga, ante el oleaje musulmán. Los francos, que habían logrado un gran desarrollo gracias a que la presión del Islám había sido frenada precisamente por los sucesores de los godos, tuvieron firme voluntad de heredar la representación del Imperio romano, frente a Bizancio, cuya Iglesia pretendía mantener su hegemonía respecto del Papa romano. Por ello, en 754, reinando entonces Alfonso I (739-757), el papa Esteban II, aprovechando un momento de sede vacante en Constantinopla, se conchavó en Ponthion con Pipino, con el objeto de consagrarle rey, urdiendo la leyenda de la «Donación de Constantino», una de las supercherías de mayor importancia en la Historia universal. Y pocos años después, en el año 800, el hijo de Pipino, Carlomagno, coetáneo de Alfonso II de Oviedo, fue coronado emperador por el papa León III. El Sacro Romano Imperio fue fruto de una superchería, que no se descubrió, o no se quiso descubrir, hasta varios siglos después (Lorenzo Valla, por encargo del Cardenal cusano) cuando sus efectos eran ya irreversibles.
Es así como la idea filosófica de Imperio que se mantuvo en el Imperio bizantino hasta 1451, a su vez quiso ser recuperada, mediante supercherías, por los reinos sucesores del Imperio de occidente, los francos de Carlomagno y los germanos de Otón I. Y no se perdería en los siglos posteriores. Renacería, ante todo, en Hispania –esta es nuestra tesis–, precisamente a través de los Reyes de Oviedo (formalmente a partir de Alfonso III), y se continuaría a lo largo de toda la edad media (Alfonso VI, Alfonso VII el Emperador...). Alfonso X fue incitado, por algunas ciudades de Italia o de Francia, a presentar su candidatura como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico; y no por casualidad, sino porque su linaje, largamente preparado por su abuela, doña Berenguela, llamada la Grande, quien ordenó, en palabras de su nieto Alfonso X, «todas las cosas et todos los fechos del regno». Doña Berenguela, cuyos padres, Alfonso VIII de Castilla y Leonor de Plantagenet, la habían prometido –aunque el matrimonio no se consumó– con Conrado de Hohenstaufen, hijo de Federico I Barbarroja (1122-1151-1190), enfrentándose al papado, muy receloso de Barbarroja. Y fue sin duda doña Berenguela la que preparó para su hijo, Fernando III, el matrimonio con Beatriz de Suabia, que era hija de Felipe de Suabia (del linaje de Barbarroja) y de la princesa bizantina Irene (hija de Isaac II Ángelo, emperador de Constantinopla).
El «fecho del Imperio» no fue, según esto, una ocurrencia casual o una «veleidad» de Alfonso X, como dicen algunos historiadores leguleyos. Ocupó prácticamente todo el reinado del Rey Sabio, quien trataba de hacer realidad el proyecto, que algunos atribuyen a doña Berenguela, de poner a un rey de Castilla al frente del Sacro Imperio Romano Germánico.
Siglos después el entronque del imperio Romano germánico con España volvería a producirse en la figura de Carlos I; y en el siglo XVIII estuvo a punto de reproducirse la situación en la figura del archiduque Carlos, al que habría correspondido la denominación de Carlos VI, a la que al parecer ya había aspirado, a costa de su vida, el hijo de Felipe II, el príncipe Carlos.
El Imperio español del siglo XVI no fue, en todo caso, un imperio «oficial», de derecho, como lo había sido el Imperio de Carlomagno o el Sacro Imperio Romano Germánico; fue un Imperio de hecho, y de hecho que hace derecho. Como lo fue el Imperio británico a partir de Enrique VIII y de Isabel I. Y si el «Imperio romano» se extinguió «oficialmente» en 1806, fue porque Napoleón Bonaparte se coronó de nuevo emperador, en presencia del papa de Roma, como lo había hecho Carlomagno. El Imperio de Napoleón fue sin duda un imperio filosófico efímero, pero no el último. El último imperio filosófico, también efímero, fue un imperio de hecho, no de derecho, el que fue denominado por sus enemigos «Imperio soviético», un imperio que sus gestores no reconocieron emic como tal imperio. Se oponía a tal reconocimiento el concepto de imperio y de imperialismo que Lenin había acuñado para designar sobre todo al imperialismo inglés, francés o alemán, como «formas superiores del capitalismo». La idea de un Imperio soviético fue, sin duda, una idea etic de los países capitalistas, exacerbada durante la Guerra Fría.
En cualquier caso, cuando hemos citado, como una de las últimas encarnaciones de la idea filosófica de Imperio, a la Unión Soviética, no lo hemos hecho con la intención de poner en un mismo plano al Imperio romano y al Imperio soviético. Diferenciamos claramente ambas formas de Imperio, pero no tanto por razones estructurales, doctrinales o epocales, sino por razones gnoseológicas estrictamente históricas, razones que actúan, sin perjuicio de las mismas semejanzas estructurales que sin duda cabe reconocer entre el Imperio romano de la segunda época y el Imperio soviético (rigurosa jerarquización política y militar, expansionismo ecuménico ilimitado, &c.).
Dos son las razones gnoseológicas que tenemos en cuenta:
(1) Ante todo la consideración de la distancia histórica: el Imperio romano está a dos mil años de nuestro presente; el imperio soviético acaba de sucumbir. Al margen de las diferencias en la duración secular del primero (catorce siglos) y la duración efímera del segundo (setenta años) –también fue efímero el Imperio de Alejandro– lo que es relevante es la diferencia en distancia histórica. Y no apelamos a la distancia histórica por razones de perspectiva, en realidad epistemológicas –«la Historia necesita la distancia suficiente para que ya no podamos ver la nariz de Cleopatra, como decía Ortega»– como si una materia demasiado próxima no nos permitiera percibir su verdadera morfología; estas razones «epistemológicas» no son otra cosa sino una metáfora de la perspectiva óptica, y con motivo es rechazada por quienes defienden la posibilidad de una «historia del presente», de la historia contemporánea, como pudiera serlo hoy la Historia de la Unión Soviética.
Apelamos a la distancia histórica como criterio para medir el significado estrictamente histórico de la materia historiada. Porque la distancia histórica es el criterio más objetivo, etic, y «libre de valoración», del que dispone el historiador para medir la importancia histórica de una materia determinada, una importancia medida por sus consecuencias, y no sólo por sus causas. El error de perspectiva se produciría a partir del hecho innegable de que la Historia parte del presente, de las reliquias, y procede regresando hacia sus causas, hacia los precedentes; pero la Historia no se agota en este regressus hacia el pretérito, sino que requiere el progressus desde el pretérito alcanzado hasta sus consecuentes, en el presente. Este progressus podría redefinirse en realidad como el futuro de la materia historiada, como su futuro perfecto, es decir, ya ocurrido en el pretérito, cuando lo contraponemos al futuro infecto del presente del historiador; porque la exposición de los «consecuentes infectos», aún no realizados, a partir del presente, ya no corresponde al historiador sino al «futurólogo».
Según esto tienen poco sentido afirmaciones, propias de la «historia del presente», como las que declaran, por ejemplo, la fecha del 20 de julio de 1969 (cuando el Apolo XI llevó a la Luna a los astronautas Neil Armstrong, Aldrin y Collins) como una fecha histórica de significado inmensamente más grande del que podríamos atribuir a la fecha del 12 de octubre de 1492, en la que las carabelas llevaron a Colón y a sus acompañantes desde el puerto de Palos hasta el otro lado del Océano. Porque efectivamente, el viaje a la Luna representa el «despegue» del hombre respecto de la Tierra, mientras que el viaje desde España hasta América es un viaje «doméstico» más entre dos puntos de la propia Tierra. Sin embargo, desde el punto de vista de la historia de la humanidad, no cabe confundir el significado histórico del «contacto con América» y el significado histórico del «contacto con la Luna», y esto a pesar de la célebre frase (reproducida cientos de veces como expresión de una filosofía implícita que «aclara todas las cosas») que el propio Armstrong pronunció al pisar nuestro satélite: «Este es un pequeño paso para un hombre, pero es un gigantesco salto para la Humanidad.» Porque el significado de este «salto para la Humanidad», que suele darse por supuesto, está por ver. Mientras conocemos las consecuencias históricas, para la humanidad, del 12 de octubre de 1492, no podemos conocer, porque aún no se han producido, a la distancia histórica que mantenemos, las consecuencias históricas del 20 de julio de 1969; falta distancia histórica.
La revolución de octubre de 1917 fue interpretada por los revolucionarios comunistas, que actuaban desde las coordenadas emic de la concepción de la historia del marxismo leninismo, como la fecha que simbolizaba una nueva era de la humanidad: la historia humana se dividiría en dos épocas, antes y después de la Revolución de Octubre. Y el antes, llegaban a decir algunos, pertenecía todavía a la prehistoria de la humanidad; sólo en el después estaría comenzando la verdadera historia del hombre, del Género humano, que se había puesto en el camino para eliminar su «estado de alienación». Sin embargo, después de la caída de la Unión Soviética, las cosas ya se ven de otro modo; pero todavía sigue siendo prematuro ofrecer una «evaluación» del significado histórico de la Revolución de Octubre, aún reconociendo que su impacto fue muy profundo en el curso de los acontecimientos del siglo XX.
(2) Por tanto, también es imprescindible la consideración de la distinción entre la perspectiva emic (la perspectiva de los agentes de la materia histórica) y la perspectiva etic (la perspectiva de quienes, desde fuera, examinan esta materia). No son dos perspectivas incomunicadas, pero la comunicación se establece, cuando sea posible, desde la perspectiva etic, en tanto que ella puede incorporar la perspectiva emic más que recíprocamente (y en esto nos oponemos al propio K. Pike, que fue quien acuñó la distinción emic/etic, pero presuponiendo que la verdadera morfología de la materia histórica o antropológica requería situarse en la perspectiva emica).
Los agentes de la Revolución de Octubre consideraron emic su revolución como el comienzo de una nueva era de la historia de la Humanidad; pero considerada etic esta revolución, una vez destruido su proyecto, su valoración ha de ser muy distinta, aunque aún sea pronto, por falta de distancia histórica, para formar un juicio histórico fundado.
Volviendo a nuestro asunto, aún sin salirnos de la materia de la que estamos tratando: el Imperio soviético, o el imperialismo soviético, fue un concepto dibujado desde una perspectiva etic, la perspectiva de sus «enemigos capitalistas», que veían en la Revolución rusa un episodio más del «imperialismo tártaro». Desde dentro (emic) la Revolución de octubre, el Estado soviético que surgió de ella, no se veía como un imperio, porque el imperialismo, tal como Lenin lo había interpretado, desde un reductivismo economicista, estaba representado precisamente por los enemigos del Estado soviético, por Inglaterra, Francia, Alemania y los Estados Unidos, estados que habían alcanzado la fase superior del capitalismo.
Por su parte, y en cuanto imperios en sentido filosófico, el Imperio de Carlomagno, como el Sacro Imperio Romano Germánico, tuvieron más de perspectiva emic –oficial (en realidad propia de legistas o leguleyos, perspectiva heredada por tantos historiadores que se consideran positivistas)– que de perspectiva etic filosófica, porque de hecho el Imperio de Carlomagno (cuyo origen emic partió de la superchería consabida, la Donación de Constantino) fue tan efímero (llegó hasta el Tratado de Verdún, en el 843) como el Imperio de la Unión Soviética, y el «imperialismo francés» se mantuvo sucesivamente más bien como una actitud constante (la grandeur) que como un imperio efectivo; y otro tanto cabría decir del Sacro Imperio Romano Germánico.
Pero sobre todo fue la perspectiva emic del Imperio carolingio la que estaba llamada a fructificar en entidades jurídicas de ficción: no sólo «Europa» (que no quiere ser sin embargo un Imperio, y que hoy por hoy es sólo una ficción, desde el punto de vista político), sino sobre todo los imperios ficción, puramente emic, que surgieron en el ámbito de la grandeur francesa: el Imperio de Haití (fundado por un tal emperador Jacobo I en 1806, y continuado después por el emperador Faustino I), el Imperio de Itúrbide (que fue elegido emperador de México el 18 de mayo de 1822, coronado como Agustín I el 21 de julio de 1822, y fusilado el 19 de julio de 1824), o el Imperio de Maximiliano (elegido por una asamblea de notables mexicanos el 10 de junio de 1863, y fusilado el 19 de junio de 1867). Y esto por no hablar del Imperio Centroafricano, fundado por el llamado emperador Bokassa I, bajo los auspicios de Giscard d’Estaing (en las mismas fechas en las que apoyaba en España la candidatura al trono constitucional de don Juan Carlos), en la antigua colonia francesa de Ubangui-Chari, el 4 de diciembre de 1976.
En cambio el Imperio español no fue un imperio oficial (diríamos, con oficialidad emic), sencillamente porque la oficialidad imperial estaba ocupada por los imperios fantasmas, en los siglos XV y XVI, de Francia y de Alemania. Se habló a lo sumo de «monarquía hispánica». Pero desde el punto de vista etic esta monarquía hispánica era sin duda un Imperio, y gran parte de las enconadas discusiones entre los historiadores, están fundadas en la indistinción entre las metodologías emic y las metodologías etic. Quienes se atienen exclusivamente a los documentos oficiales (como es el caso de los historiadores juristas) se inclinarán a veces a pensar que el Imperio español no existió jamás; sin embargo, desde una perspectiva etic, la figura del Imperio español se nos muestra indiscutible, y, desde esta perspectiva, cabe además incorporar muchas concepciones emic, no oficiales, del Imperio, concepciones que se apoyan en la irradiación de la condición oficial de emperador que Carlos I, como rey de los españoles, había alcanzado al recibir el título de Carlos V.
La ausencia de una perspectiva etic es la que ha determinado en la gran mayoría de los historiadores (sobre todo los que se sitúan en la perspectiva de la España de las nacionalidades, la perspectiva de Pi Margall, que se desarrollaría después en la España de las autonomías) forzados por una metodología no sólo emic, sino supuestamente crítica o hipercrítica, en sentido psicologista, a prescindir del concepto de Imperio como categoría historiográfica susceptible de ser utilizada en la interpretación de la Historia de España. Ningún historiador niega que los reyes sucesores de los reyes de Oviedo, a partir de Alfonso III («Ego Aldephonsus, Hispaniae Imperator» del documento del 877, cuya historicidad defendió Menéndez Pidal), asumieron el título de emperador: Alfonso VI, Alfonso VII, Alfonso VIII... Sólo que interpretarán estos títulos como mera expresión de deseos megalómanos u ornamentales, o como simple e ingenua emulación de los califas de Córdoba, como autopropaganda. Y eminentes historiadores, cuando tratan de encontrar fórmulas para dar cuenta de la unidad real que creen percibir en la España medieval, más allá del esquema del conglomerado de reinos o de condados, o de la «teoría de los cinco reinos» (incluyendo al Reino de Granada), recurren a conceptos anacrónicos o tautológicos que utilizan del modo más incontrolado. Así, Carlos Seco, recurre al «concepto» de «nación de naciones», combinado con el «concepto orteguiano» de «proyecto sugestivo de vida en común» y concluye que la unidad de la España de Jaime I era la unidad de un «proyecto sugestivo de vida en común que entendía a España como una nación de naciones»; y Luis Suárez, incurriendo en notable anacronismo, encuentra en el concepto de «monarquía hispánica» una fórmula suficiente para definir la unidad de la España histórica.
Y todo esto por el terror a utilizar la idea filosófica de Imperio, en la medida en que esta, a su vez, incorpora a los conceptos positivos, diapolíticos, de Imperio.
Pero si la idea filosófica de Imperio (español), consolidada en el siglo XVI, puede servir de guía, sin anacronismo, para interpretar la Historia de España, es porque la idea de Imperio o de imperialismo (incluso depredador) puede ser aplicada a los principios de esta misma historia, principios que ponemos, sin perjuicio de los precedentes visigóticos y romanos, precisamente en la monarquía asturiana. Esto implica interpretar a los reyes asturianos no como creadores de un minúsculo núcleo de resistencia ante las oleadas musulmanas, un núcleo que junto a otros núcleos (Navarra, Castilla, Cataluña) habrían logrado al cabo de los siglos conglomerarse para constituir una especie de Estado confederal. Implica interpretar a los reyes asturianos, al menos a partir de Alfonso I, no tanto como los creadores de minúsculos núcleos de resistencia, entendidos anacrónicamente además en función de «Asturias», en su límite, del «Principado de Asturias», identificado hoy con la comunidad autonómica de ese nombre. Sólo cuando se reduce la monarquía asturiana a este recinto, olvidando las consecuencias históricas de esta monarquía, a saber, la creación de la Corona de Castilla y de León, y del propio Imperio español, olvidando por tanto que el Principado de Asturias no es una denominación que tenga su sentido como si emanase desde la perspectiva de Asturias, puesto que él procede precisamente desde la perspectiva del Reino de España, y, en principio, desde la perspectiva de la corona de Castilla y León. Y que no fue un «fracaso» para Asturias (como algunos nostálgicos autonomistas quisieron hacer creer) que Alfonso III no hubiera mantenido su título de emperador sin necesidad de rebasar la Cordillera Cantábrica. La Cordillera Cantábrica ya había sido rebasada por Alfonso I y por Alfonso II, y el «destino» del imperio de Alfonso III le obligaba a trasladarse a León.
Dicho de otro modo: en el momento en el cual los historiadores proceden en el sentido del regressus hacia los precedentes, interesándose solamente por los orígenes de Alfonso I o de don Pelayo en Covadonga (porque no ponen el pie en la plataforma de España), estos historiadores peligran convertir la Historia en Antropología, y abren el paso a transformar las investigaciones sobre don Pelayo y Covadonga en investigaciones análogas a las que llevan a cabo los seguidores de Sabino Arana sobre Jaun Zuria y la batalla de Arrigorriaga.
Cuando adoptamos, en la interpretación de la monarquía asturiana, una perspectiva rigurosamente etic (desde la cual pueden cobrar un significado específico los documentos, monedas, &c., emic) entonces es imposible no ver en la historia de los reyes asturianos la historia del nacimiento de un imperialismo cada vez más consciente de su proyecto, que permite ver dibujado un ortograma expansionista que definirá el proceso recurrente de la política hispánica desde Alfonso I a la toma de Granada, y, en el mismo año, hasta la expansión hacia el sur y hacia el poniente.
Más aún, son los monarcas asturianos y sus sucesores de León y de Castilla los que se mantendrán en este ortograma imperialista; los reductos de resistencia de Navarra o de Cataluña fueron sobre todo núcleos de resistencia contra la Marca hispánica o productos de una «marca» de la propia Castilla de Fernán González (por ejemplo, Burgos fue fundado por el último rey de Oviedo, Alfonso III el Magno).
Alfonso I rebasó ya ampliamente el horizonte de la cordillera cantábrica y creó el «desierto estratégico» de León (siguiendo, por cierto, tácticas depredadoras de Alejandro Magno): su reino incluía Galicia por occidente y llegaba hasta Bardulia por oriente. El reino siguió creciendo. El Himno a Santiago, atribuido a Beato de Liébana, en la corte de Mauregato (783-789) era ya una clara indicación de reconocimiento de un incipiente ortograma imperialista. Y durante el reinado de Alfonso II (791-842) este imperialismo necesita una nueva plataforma estratégica que estuviese situada en el cruce de las vías que van del norte al sur y de oriente a occidente: en el 812 Alfonso II traslada la corte a Oviedo, y refunda Oviedo como capital de su imperio en marcha. Esta es la razón por la cual nos hemos creído autorizados para decir que Oviedo es una «ciudad imperial», a la manera como lo sería Madrid, elegida, en función de América, en la mitad geométrica de la línea que une Sevilla con Santander. El reino de los reyes de Oviedo quedaría definido, según esto, frente al imperialismo islámico, pero también ante los demás reinos o condados que iban formándose en la península; también frente a Roma (a la que opone Santiago y su camino) y sobre todo frente al propio imperio carolingio. Y tanto es así que muchas veces se preferirá una alianza con algún rey moro que fuera solidario en el enfrentamiento contra Francia (como se ve claramente en los héroes legendarios Bernardo del Carpio y el Cid), a la alianza con los franceses frente a los reinos musulmanes, no ya frente al Islám.
El ortograma imperialista de los reyes de Oviedo permite entender por qué el rey emperador puede repartir su reino entre sus hijos, sin por ello descomponer el ortograma del Imperio, y esto ya desde Alfonso III. Alfonso III (866-910) no nombró a sus hijos Ordoño, Fruela y García emperadores; fueron éstos quienes asignaron a su padre el título de emperador, y algunos historiadores creen haber alcanzado la mayor profundidad posible en la explicación del hecho recurriendo al concepto de «compensación psicológica» por su destronamiento.
En 808 Bernardo del Carpio, sobrino de Alfonso II, venció en Roncesvalles a Roldán, sobrino (quizá hijo y nieto incestuoso) de Carlomagno.
Desde estas coordenadas, marcadas por el ortograma imperialista de los reyes de Oviedo, podremos interpretar muy ajustadamente el significado de la figura legendaria de Bernardo del Carpio, sobrino de Alfonso II, fruto del matrimonio secreto de su hermana Jimena y del conde de Saldaña, Sancho Díaz.
Decimos figura legendaria porque su significado histórico, desde la perspectiva en que nos situamos, resulta ser en cierto modo independiente de la historicidad real de su persona, de la misma manera a como la historia de la Donación de Constantino es relativamente independiente de su significado histórico efectivo. Bernardo del Carpio, en cuanto héroe épico (en el mismo plano que el Cid) representa el enfrentamiento del reino de Alfonso II con el imperio de Carlomagno. Bernardo del Carpio, sobrino (en la leyenda histórica) de Alfonso II, es quien se enfrenta, en Roncesvalles, con la figura también legendaria del imperio franco, Roldán, el sobrino (o quizá hijo y nieto incestuoso) de Carlomagno. Y se enfrenta a él en un momento en el cual la solidaridad táctica con algunos reyezuelos moros, que también se enfrentaban al emperador oficial, primaba coyunturalmente sin perjuicio de la estrategia ajustada al ortograma del enfrentamiento con el Islám.
Más aún, las «contradicciones literarias» entre un Bernardo que se alía con el rey moro Marsilio contra Carlomagno, y un Bernardo que se alía con Carlomagno para enfrentarse al rey moro Marsilio, no son necesariamente pruebas de que las leyendas asociadas a Bernardo del Carpio sean incoherentes y, por tanto, carentes de historicidad; porque las «contradicciones» también pudieron ser a su vez reflejo de las «contradicciones» reales entre cristianos castellano leoneses, cristianos carolingios, catalanes o musulmanes, porque las contradicciones de quienes se alían solidariamente (dos a tres) contra terceros y recomponen otras alianzas solidarias contra terceros, cuando la coyuntura lo requería, eran «contradicciones tácticas» dentro de un ortograma permanente a escala global, como pueda serlo el enfrentamiento de Oviedo-León con el Islám y con el imperio carolingio. Y obviamente, puesto que hay diferentes versiones de la leyenda que resultan «contradictorias» entre sí (y esto ya lo sabían los mismos cronistas), cuando asumimos la leyenda de Bernardo del Carpio como un componente de la función del ortograma del Imperio, seleccionaremos obligadamente la versión que hace a Bernardo sobrino de Alfonso II, y dejaremos de lado la que hace a Bernardo sobrino de Carlomagno. ¿Quiere esto decir que aquella tenga una historicidad mayor que ésta? No, en términos absolutos. Quiere decir que la cuestión de la historicidad de la versión carolingia no es una historicidad pertinente desde el punto de vista del ortograma español.
Pero la leyenda de Bernardo del Carpio, al margen de su realidad histórica, se incorpora al ortograma imperialista desde el principio –incluso, si se prefiere, desde el siglo XII–, y se mantiene firme durante cinco siglos más, hasta el siglo XVII y XVIII (desde Pellicer hasta la incorporación, afectada por la Leyenda Negra, de la crítica francesa, que veían en el reconocimiento de Bernardo del Carpio una densa niebla sobre su héroe legendario Roldán, a quien Bernardo arrebatara su espada Durindana).
El significado histórico y, por tanto, la historicidad formal de la figura de Bernardo del Carpio, deriva de su inserción en la tradición canónica hispánica (tal como aparece, por ejemplo, en el Cronicón de las cosas sucedidas en España de Rodrigo Ximénez de Rada, el Toledano, basado en tradiciones populares o eruditas), con relativa independencia de la historicidad material de Bernardo del Carpio (de su existencia en el siglo IX). La historicidad formal de la «Donación de Constantino» deriva de sus consecuentes (por ejemplo, de su influencia, siete siglos después, en el Tratado de Tordesillas) y no de sus precedentes, de la misma manera que el significado de Jesús en la Historia universal deriva de su historicidad formal (la que emic, los creyentes llaman «Cristo de la Fe») y no de la historicidad material (de la existencia de Jesús como encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad), una historicidad en la cual los historiadores de precedentes cifran la verdadera historicidad cuando ella, por sí misma, carecería de todo alcance histórico. La historicidad material de una figura, como la de Apolonio de Tiana, muchas veces englobada con la figura de Jesús en la categoría de los theioi andres –hombres divinos– carece de historicidad formal en la línea de las consecuencias.
En cualquier caso, la distinción entre la historicidad material y la historicidad formal de una figura legendaria determinada no se reduce a la distinción vulgar (de la filosofía vulgar de los historiadores, que ni siquiera la reconocen como filosofía) entre «lo que ocurrió realmente» y la interpretación interesada de lo que realmente ocurrió, si es que también ocurrieron realmente las consecuencias de la leyenda. Por ello, quienes interpretan las consecuencias de la leyenda como si fueran entidades subjetivas situadas «fuera de la historia» (como ocurre con el concepto de «Cristo de la Fe» en cuanto contrapuesto al «Cristo histórico», como si fuese necesario mantener la fe en Cristo para reconocer el significado histórico de su figura legendaria), lo que hacen sencillamente es abandonar las reglas del juego implícitas en la interpretación de la historia positiva, en cuanto «exposición de los consecuentes». Y no cabe justificar este abandono en nombre de la «verdad histórica», pues con ello se incurre de nuevo en petición de principio (el principio de que la verdadera historia reside en los precedentes y no en los consecuentes). Y, sobre todo, se olvida que la leyenda, tal como se decanta en sus consecuencias, constituye el postulado o punto de vista imprescindible en el momento de regresar hacia los precedentes; un postulado equivalente, en Historia, al que corresponde en Geometría al postulado euclidiano de las paralelas, en el momento de organizar las relaciones entre las figuras geométricas. Sin duda caben otros postulados no euclidianos; pero lo que no cabe es mezclar confusivamente todos los teoremas euclidianos y no euclidianos (todas las leyendas contrapuestas entre sí) buscando lo que «realmente existe» en Geometría, y olvidando que sólo cuando asumimos la perspectiva de un postulado (frente a los otros) se nos reorganiza el espacio geométrico; sólo cuando asumimos la perspectiva de un postulado (frente a los otros) podemos disponer de una regla metodológica segura para poder ordenar el caos.
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