EDITORIAL
Un engaño de 34 años
Jordi Pujol confiesa un continuado fraude fiscal de él y su familia por evadir capital al extranjero
Durante 34 años, Jordi Pujol i Soley y su familia más directa han estado engañando al fisco —y en consecuencia, a la ciudadanía—, según reconoció ayer en un comunicado. El fraude —habrá que ver su eventual calificación jurídica, sea falta, sea delito— es inaudito, doloroso y sangrante para las ciudadanos que confiaron en él, en su autoridad y en su gestión.
Este no es el caso de un ex: alguien que estuvo en la política y ya no está. Se trata del fundador de Convergència Democràtica (el principal partido de Cataluña), expresidente de la Generalitat y hombre clave de la política española desde mucho antes de la Transición. Alguien también que ha estado en todos los momentos decisivos de CDC, hasta ayer mismo, y en todas las decisiones que afectan al llamado proceso soberanista.
Más allá de las implicaciones judiciales de esta confesión, estamos ante el estrepitoso derrumbe de un icono de la democracia española y del nacionalismo catalanista. Defraudar al fisco será legalmente de una gravedad u otra según sea la cantidad; pero es, en todo caso, traicionar la confianza de los contribuyentes, que tienen que soportar más impuestos porque algunos no los pagan al evadir dinero al extranjero. Con un sesgo más grave si cabe, tratándose de alguien que llenó sus discursos y programas de pretensiones moralizadoras, valores, solidaridad, e incluso espiritualidad.
El comunicado es autoinculpatorio —quizá en la difícil expectativa de salvar de la debacle a sus hijos y su esposa—, pero insuficiente e inconcreto. Oculta la cantidad escondida; no dice a quién confió la administración ciega de su patrimonio oculto; ni la cuota exacta de cada familiar ni la forma en que su esposa estuvo implicada; o la cuantía de lo regularizado y de la complementaria...
La coartada es muy tenue pero evidente; trata de escudar a sus hijos en su minoría de edad. Y descarada: no hizo antes la regularización porque “lamentablemente no se encontró nunca el momento adecuado”. ¿Por qué, como él mismo alega, “lo han podido hacer el resto de personas” que se acogieron a las tres amnistías fiscales registradas durante estos años?
Pujol pide “perdón” a la “gente de buena voluntad”. Es lo más digno del texto. Pero contra lo que dice esperar, tal pesar no sirve de “expiación”, un concepto religioso, sin efectos administrativos, judiciales, y todavía menos políticos.
Hay algo que desborda la confesión. No todos los flujos dinerarios investigados ni todas las operaciones escrutadas por la judicatura —entre otras las de su fracasado heredero político, el hijo Oriol, en el caso ITV— están incluidos en las operaciones extranjeras iniciadas por su padre. Dice Artur Mas que no afecta ni a CDC ni al Gobierno. Difícil de tragar que sea un “tema personal”, el mismo día en que el partido da a conocer el nombre de quien sustituye a Oriol Pujol. El caso Pujol promete declinarse en plural. Tiñe a su obra y a su balance, y a su partido y a su Gobierno. No se puede tratar a los ciudadanos de estúpidos.
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