Como he anotado, el homo judío y el homo palestino son dos subespecies humanas que se caracterizan por estar en estadios evolutivos diferentes. Así, mientras el primero tiene la propiedad del Sapiens, el segundo ya tiene la del Cognoscente; es decir, el primero tiene la fuerza y la convicción el segundo, dos útiles imposibles para la comunicación.
Da igual que se empeñe alcanzar acuerdo con la palabra mientras uno de los interlocutores tenga el arma sobre la mesa.
El mito de David y Goliat es el único para poder entender el final de este conflicto. Sólo el uso de la Honda por Palestina podrá dar fin. Nunca el Goliat Israel podrá vencer al David Palestina. Si lo hará David.
No nos empeñemos en ver a Israel como quien tiene la solución al problema. Quien tiene capacidad para vencer en tan, aparente desigual batalla, es Palestina. No sigamos sobando a Israel.
LA CUARTA PÁGINA
Dad una oportunidad al acuerdo
El pacto entre israelíes y palestinos no va llegar del cielo a cambio de nada. Son necesarias importantes renuncias por ambas partes, cesiones mutuas y no refugiarse permanentemente en la palabra “paz”
La verdad es que comencé a escribir este texto hace ya unas semanas. En ese momento, tres israelíes que ahora están bajo tierra seguían aún sonriendo y carcajeándose, y, sin duda, también entonces un muchacho palestino de 16 años cuyo cuerpo abrasado también está bajo tierra, salía con sus amigos. El periódicoHaaretz me encargó el artículo para presentarlo en la Conferencia de Paz que él mismo había organizado. Con motivo de ese importante acontecimiento, Abu Mazen escribió un texto sobrecogedor e incluso el presidente estadounidense Barak Obama envió un emotivo escrito, así que, por supuesto, yo también acepté inmediatamente la propuesta de escribir algo. Después de todo, soy uno de los muchos que lleva tiempo ansiando la paz, y durante esas funestas semanas en las que esta parecía más lejos que nunca, lo único que se podía hacer era escribir sobre ella. Pero cuando intenté ponerme a la tarea me di cuenta de que, al contrario que en los buenos tiempos en los que podía producir textos anhelantes de paz, a razón de uno cada dos meses para cualquier diario que quisiera insuflar a sus lectores un poco de esperanza en el futuro de la región, en esta ocasión, al sentarme delante del ordenador, no me salía nada.
Superficialmente, la seguridad era estable, pero ante la cancelación de las conversaciones de paz y una desesperación generalizada, que había calado incluso en los ingenuos EE UU, también dispuestos a renunciar a la idea de una solución diplomática para la región, estaba claro que solo era cuestión de tiempo que hubiera un acto homicida, respondido con otro del mismo calibre. Y durante esos deprimentes y pegajosos días, me costaba trabajo escribir un artículo sobre la paz sin sentirme idiota o, por lo menos, completamente alejado de la realidad.
Entretanto, habían comenzado las vacaciones estivales y el Campeonato del Mundo de fútbol, y pocos días después, tan impactante como totalmente predecible, se desató la conocida locura regional. Mientras rugían los cañones y entre virulentas proclamas del Gobierno israelí, se inauguró la Conferencia de Paz y yo tuve el placer de escuchar los discursos y de leer los escritos de personas elocuentes y decididas que, sin inmutarse, seguían hablando de la misma y ansiada paz, aunque la tierra temblara bajo nuestros pies, o quizá por eso mismo. ¿Qué tiene esa escurridiza paz, que a tanta gente le gusta hablar de ella, aunque nadie haya logrado acercárnosla siquiera un milímetro?
Hace unos meses, mi hijo de ocho años participó en una ceremonia en la que a todos los alumnos de su clase les entregaron una Biblia al iniciarse sus estudios bíblicos. Terminado el acto, todos los chavales subieron al estrado y entonaron una conocida canción sobre, qué sino, el anhelo de paz. Y al final de Dios te entregó un regalo (con letra de David Halfon), los niños solo le pidieron al creador un pequeño presente: la paz en la tierra.
De camino a casa pensé un poco en esa canción. Al contrario que en otras que canta mi hijo el Día de la Independencia y en Janucá, conmemorando batallas que ha librado sin miedo y aludiendo a la oscuridad que ha ahuyentado con una entorcha encendida, la paz no es algo que quiera lograr con sudor y sangre: es algo que quiere que le entreguen. Como un regalo, nada más y nada menos. Y se diría que esa es la paz que anhelamos: algo que recibiríamos contentos, encantados, y que nada nos costaría. Está demostrado que solo nosotros somos responsables de nuestra supervivencia, pero la paz depende de la divina providencia.
Creo que mi hijo pertenece a la segunda generación, cuando no a la tercera, adoctrinada en la idea de que el conflicto palestino-israelí es una imposición de las alturas. Es algo así como el mal tiempo, del que podemos hablar, que podemos lamentar, incluso escribir canciones sobre él, pero que no podemos hacer nada para cambiar.
Hace unos dos años, dentro de un proyecto literario especial promovido por Haaretz, entrevisté al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu. Le pregunté qué estaba haciendo para resolver el conflicto en Oriente Próximo y Netanyahu me dio una profusa respuesta, hablando de la amenaza iraní y de la inestabilidad de otros Gobiernos de la región. Pero cuando insistí, de forma casi infantil, en que respondiera realmente a la pregunta, reconoció que no estaba haciendo nada por resolver el conflicto, porque era irresoluble.
Resultaba que Netanyahu, valiente exoficial de una unidad de élite, que en combate lo había tenido todo en contra, piensa lo mismo que mi hijo y sus compañeros respecto a la paz. No quisiera poner de mal humor a mi primer ministro ni a los chavales de una clase de segundo curso, pero algo me dice que en los próximos tiempos Dios no nos va a regalar la paz: seremos nosotros los que tendremos que hacer un esfuerzo para alcanzarla. Y si lo logramos, ni a nosotros ni a los palestinos nos saldrá gratis. Por definición, la paz nace de una cesión mutua, y en ese tipo de acuerdo cada bando tiene que pagar realmente un precio elevado, no solo en forma de territorios o dinero, también en su forma de ver el mundo.
Esa es la razón de que el primero de una serie de pasos conducente a crear confianza entre nosotros y esa antigua y pendiente fantasía podría ser el abandono de la debilitante palabra “paz”, que desde hace tiempo tiene una connotación trascendental y mesiánica, no solo para la izquierda, también para la derecha, y su sustitución inmediata por “acuerdo”. Puede que este sea un término menos enardecedor, pero, por lo menos, cada vez que lo utilizamos, nos recuerda que la ansiada solución no radica en las invocaciones a Dios, sino en nuestra insistencia en un diálogo penoso y no siempre perfecto con el otro bando.
Es cierto que es más difícil escribir canciones sobre el acuerdo, sobre todo de las que mi hijo y otros chavales pueden cantar con sus voces angelicales. Y que ese término no luce igual de bien en las camisetas. Pero, al contrario que esa encantadora palabra que tan bien fluye de nuestra boca, sin exigir nada a quien la pronuncia, la palabra “acuerdo” exige los mismos requisitos a todos los que la usan: aceptar desde el principio que habrá cesiones y quizá incluso que, más allá de la verdad justa y absoluta en la que cada uno cree, puede existir otra verdad. Y en el mundo racista y violento que habitamos, ni siquiera esa nimiedad es desdeñable.
Etgar Keret es escritor israelí.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
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