En busca del tiempo perdido
Marcel Proust
A la sombra de las muchachas en flor
Cuando en casa se trató de invitar a cenar por vez primera al señor de Norpois, mi
madre dijo que sentía mucho que el doctor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba
también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato
para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en
cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre, como lo era
Cottard; pero que Swann, con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar a los
cuatro vientos los nombres de sus conocidos por insignificantes que fuesen, no pasaba
de ser un farolón vulgar, y le habría parecido indudablemente al marqués de Norpois
“hediondo”, como él solía decir. Y la tal respuesta de mi padre exige unas cuantas
palabras de explicación, porque habrá personas que se acuerden quizá de un Cottard
muy mediocre y de un Swann que en materias mundanas llevaba a una extrema
delicadeza la modestia y la discreción. En lo que a este último se refiere, lo ocurrido era
que aquel Swann, amigo viejo de mis padres, había añadido a sus personalidades de
“hijo de Swann” y de Swann socio del jockey otra nueva (que no iba a ser la última): la
personalidad de marido de Odette. Y adaptando a las humildes ambiciones de aquella
mujer la voluntad, el instinto y la destreza que siempre tuvo, se las ingenió para
labrarse, y muy por bajo de la antigua, una posición nueva adecuada a la compañera
que con él había de disfrutarla. De modo que parecía otro hombre. Como (a pesar de
seguir tratándose él solo con sus amigos particulares sin querer imponerles el trato con
Odette, a no ser que ellos le pidieran espontáneamente que se la presentase) había
comenzado una segunda vida en común con su mujer y entre seres nuevos, habría sido
explicable que para medir el rango social de estas personas, y por consiguiente el
halago de amor propio que sentía en recibirlas en su casa, se hubiera servido como término de comparación, ya no de aquellas brillantísimas personas que formaban la
sociedad suya antes de casarse, sino de las amistades anteriores de Odette. Pero no
hasta para aquellos que sabían que le gustaba trabar amistad con empleados nada
elegantes y con señoras nada reputadas, ornato de los bailes oficiales en los ministerios,
era chocante oírle a él, que antes sabía disimular con tanta gracia una invitación de
Twickenham o de Buckingham Palace, cómo pregonaba que la esposa de un director
general había devuelto su visita ala señora de Swann.
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