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20 oct 2013

Matrimonio católico según Catecismo

Tomo como lectura de hoy, para cristianos y no cristianos, la lectura, lógicamente crítica, o racional, del llamado Sacramento del Matrimonio, según se anota en la obra de la Iglesia Cristiana de Roma, o Católica titulada Catecismo".

Ayer, tras la nota sobre el concepto y evolución del mismo en la Historia, del denominado acto Matrimonio, fueron unos cuantos lectores que me hablaron sobre cómo anotaba sobre el Matrimonio de ese modo.

Contesto:
1) Es mi análisis racional del concepto de matrimonio en su evolución histórica.
2) dado que parece ser que sois cristianos católicos, supongo que leáis, como yo lo hago, el concepto del Sacramento del Matrimonio, según el Catecismo de la Religión de Roma. Yo lo hago para hablar sobre el concepto de matrimonio que la Iglesia Católica expone a través del medio "oficial de difusión de sus preceptos de fe y que no es otro que el denominado "catecismo".

Si no lo habéis leído, os lo recomiendo.

Transcribo en esta nota su comienzo. En otra ocasión lo haré sobre el concepto que otras religiones tienen y con cuyos fieles seguidores convivo, por lo que me esfuerzo en poder entender su concepción sobre el matrimonio y, con ello, poderme comunicar, por propiedad mía, con ellos. Con los Individuos Humanos que se comunican, o Personas.

En el Catecismo de la Iglesia auto proclamada como verdadera, no por la razón sino por la revelación.





"La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados" (?  CIC, can. 1055,1)

EL MATRIMONIO EN EL PLAN DE DIOS.
La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor" (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (Cf. Ef 5,31-32).

El matrimonio en el orden de la creación
"La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se establece sobre la alianza del matrimonio... un vínculo sagrado... no depende del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor del matrimonio" (GS 48,1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (Cf. GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1).

Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (Cf. 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Cf. Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla”" (Gn 1,28).

La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo". La mujer, "carne de su carne", su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio", representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (Cf. Sal 121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Cf. Gn 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6).

El matrimonio bajo la esclavitud del pecado
Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.

Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (Cf. Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador (Cf. Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (Cf. Gn 3,16b); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (Cf. Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (Cf. Gn 3,16-19).

Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (Cf. Gn 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".

El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley
En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del pecado, "los dolores del parto" (Gn 3,16), el trabajo "con el sudor de tu frente" (Gn 3,19), constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre s í mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.

La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía prohibida de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque ella lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de "la dureza del corazón" de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (Cf. Mt 19,8; Dt 24,1).

Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (Cf. Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (Cf. Mal 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no pueden anegar" (Ct 8,6-7).

El matrimonio en el Señor
La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por él (Cf. GS 22), preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19,7.9).

En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo -a petición de su Madre- con ocasión de un banquete de boda (Cf. Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (Cf. Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19,6).

Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (Cf. Mt 19,10). Sin embargo,


Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (Cf. Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a s í mismos, tomando sobre s í sus cruces (Cf. Mt 8,34), los esposos podrán "comprender" (Cf. Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de

Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: "`Por es o dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne”. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32).
1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (Cf. Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (Cf. DS 1800; ? CIC, can. 1055,2).

La virginidad por el Reino de Dios
Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (Cf. Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (Cf. Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (Cf. 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (Cf. Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo:
Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda (Mt 19,12).

La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (Cf. 1 Co 7,31; Mc 12,25).

Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (Cf. Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino (Cf. LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:



Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; Cf. FC, 16).


II LA CELEBRACIÓN DEL MATRIMONIO
En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (Cf. SC 61). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó (Cf. LG 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, "formen un solo cuerpo" en Cristo (Cf. 1 Co 10,17).

"En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio... debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa" (FC 67). Por tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su matrimonio recibiendo el sacramento de la penitencia.

Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias orientales, los sacerdotes –Obispos o presbíteros– son testigos del recíproco consentimiento expresado por los esposos (Cf. CCEO, can. 817), pero también su bendición es necesaria para la validez del sacramento (Cf. CCEO, can. 828).

Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (Cf. Ef 5,32). El Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad.


III EL CONSENTIMIENTO MATRIMONIAL
Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. "Ser libre" quiere decir:
— no obrar por coacción;
— no estar impedido por una ley natural o eclesiástica.

La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos como el elemento indispensable "que hace el matrimonio" (? CIC, can. 1057,1). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.

El consentimiento consiste en "un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente" (GS 48,1; Cf. ? CIC, can. 1057,2): "Yo te recibo como esposa" - "Yo te recibo como esposo" (OcM 45). Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos "vienen a ser una sola carne" (Cf. Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31).

El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo (Cf. ? CIC, can. 1103). Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento (? CIC, can. 1057, 1). Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido.

Por esta razón (o por otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio; Cf. ? CIC, can. 1095-1107), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido. En este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente (Cf. ? CIC, can. 1071).

El sacerdote ( o el diácono) que asiste a la celebración del matrimonio, recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos) expresa visiblemente que el matrimonio es una realidad eclesial.

Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio (Cf. Cc. de Trento: DS 1813-1816; ? CIC, can. 1108). Varias razones concurren para explicar esta determinación:
— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia.

— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos.

— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).

— El carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.

Para que el "Sí" de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos sólidos y estables, la preparación para el matrimonio es de primera importancia:
El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación.


Matrimonios mixtos y disparidad de culto
En numerosos países, la situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado no católico) se presenta con bastante frecuencia. Exige una atención particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige una aún mayor atención.

La diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que la separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente de tensiones en el matrimonio, principalmente a propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede presentarse entonces es la indiferencia religiosa.

Según el derecho vigente en la Iglesia latina, un matrimonio mixto necesita, para su licitud, el permiso expreso de la autoridad eclesiástica (Cf. ? CIC, can. 1124). En caso de disparidad de culto se requiere una dispensa expresa del impedimento para la validez del matrimonio (Cf. ? CIC, can. 1086). Este permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y no excluyan los fines y las propiedades esenciales del matrimonio; además, que la parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a la parte no católica– de conservar la propia fe y de asegurar el Bautismo y la educación de los hijos en la Iglesia Católica (Cf. ? CIC, can. 1125).

En muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas interesadas han podido llevar a cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos. Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la fe, y el respeto de lo que los separa.

En los matrimonios con disparidad de culto, el esposo católico tiene una tarea particular: "Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente" ( 1 Co 7,14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta "santificación" conduzca a la conversión libre del otro cónyuge a la fe cristiana (Cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal sincero, la práctica humilde y paciente de las virtudes familiares, y la oración perseverante pueden preparar al cónyuge no creyente a recibir la gracia de la conversión.

IV LOS EFECTOS DEL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
"Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado" (?  CIC, can. 1134).
El vínculo matrimonial



Y, recomiendo continuar su lectura, siempre en voz alta y en familia.

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