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20 jun 2014

El príncipe y el mendigo.

El príncipe y el mendigo
Mark Twain

LOS PRIMEROS AÑOS DE TOMÁS
P ASEMOS POR SOBRE VARIOS AÑOS.
Londres era ya una gran ciudad de más de mil
quinientos años de existencia, y tenía, para aquel entonces, cien mil habitantes, aunque hay quienes le calculaban más. Sus calles eran estrechas, retorcidas y sucias, especialmente en el barrio en que vivía Tomás Canty, vecino del Puente de Londres. Las casas estaban construidas de madera, de tal forma que el segundo piso sobresalía por delante del primero, y el tercero sacaba los codos por delante del segundo. Cuanto más subía la casa, más se iba ensanchando. Venían a ser esqueletos de fuertes vigas cruzadas, rellenos de material sólido recubierto de una capa de estuco. Las vigas estaban pintadas de rojo, azul o negro, de acuerdo con los gustos del propietario, y esto daba a las casas un aspecto muy pintoresco. Las ventanas eran angostas, con pequeños paneles en forma de diamantes, y se abrían hacia afuera, sobre goznes, lo mismo que las puertas.
La casa en que vivía el padre de Tomás se hallaba al fondo del llamado Callejón de las Piltrafas, que arrancaba de Pudding Lane. La casa era pequeña, destartalada y estaba llena hasta los topes de familias que vivían en la más extensa pobreza. La tribu de los Canty ocupaba una habitación en un tercer piso. El padre y la madre disponían de una especie de camastro en un rincón. Tomás, su abuela y sus dos hermanas, Isa y Nita, no tenían sitio fijo; todo el suelo era suyo y podían dormir donde se les antojara. Disponían de los restos de un par de mantas y de un montón de paja que no se podía llamar a eso propiamente camas. Por las mañanas se apilaba todo a puntapiés en un solo montón.
Isa y Nita tenían quince años y eran mellizas. Eran muchachas de buen corazón, nada limpias, vestidas de harapos y muy ignorantes. Se parecían en todo a la madre, pero el padre y la abuela eran un par de demonios que se emborrachaban a menudo, y luego peleaban entre sí y con cuantos se les ponían por delante. Borrachos o sobrios, siempre estaban lanzando blasfemias y peleando, Juan Canty era ladrón, y su madre, pordiosera. Pusieron a los hijos a mendigar, pero no consiguieron convertirlos en ladrones. Entre la pobre gente que vivía en la casa, aunque ajeno a ella, se contaba un pobre sacerdote anciano, al que el rey había echado de su casa, retirándolo con una pensión de algunas monedas. Este cura solía llevarse con él a los hijos de la familia Canty, y les enseñaba en secreto buenas normas de conducta. El padre Andrés, tal era su nombre, enseñó a Tomás latín, y también a leer y a escribir. Eso mismo habría hecho con las muchachas, pero éstas temieron las burlas de sus amigas, que no les habrían tolerado tales conocimientos.
Todo el Callejón de las Piltrafas era por el estilo de la casa de los Canty. Las borracheras, las peleas y las palabrotas estaban allí a la orden del día. Sin embargo, Tomás no se sentía desdichado. Llevaba una vida dura pero lo ignoraba. Era la que llevaban todos los demás muchachos del Callejón de las Piltrafas, y él la tomaba como cosa corriente y agradable. Sabía que, si regresaba por la noche a casa con las manos vacías, empezaría su padre por reprimirlo severamente y por azotarlo, y cuando el padre hubiese acabado, la temible abuela repetiría la misma lección, con algunas

de los Canty ocupaba una habitación en un tercer piso. El padre y la madre disponían de una especie de camastro en un rincón. Tomás, su abuela y sus dos hermanas, Isa y Nita, no tenían sitio fijo; todo el suelo era suyo y podían dormir donde se les antojara. Disponían de los restos de un par de mantas y de un montón de paja que no se podía llamar a eso propiamente camas. Por las mañanas se apilaba todo a puntapiés en un solo montón.
Isa y Nita tenían quince años y eran mellizas. Eran muchachas de buen corazón, nada limpias, vestidas de harapos y muy ignorantes. Se parecían en todo a la madre, pero el padre y la abuela eran un par de demonios que se emborrachaban a menudo, y luego peleaban entre sí y con cuantos se les ponían por delante. Borrachos o sobrios, siempre estaban lanzando blasfemias y peleando, Juan Canty era ladrón, y su madre, pordiosera. Pusieron a los hijos a mendigar, pero no consiguieron convertirlos en ladrones. Entre la pobre gente que vivía en la casa, aunque ajeno a ella, se contaba un pobre sacerdote anciano, al que el rey había echado de su casa, retirándolo con una pensión de algunas monedas. Este cura solía llevarse con él a los hijos de la familia Canty, y les enseñaba en secreto buenas normas de conducta. El padre Andrés, tal era su nombre, enseñó a Tomás latín, y también a leer y a escribir. Eso mismo habría hecho con las muchachas, pero éstas temieron las burlas de sus amigas, que no les habrían tolerado tales conocimientos.
Todo el Callejón de las Piltrafas era por el estilo de la casa de los Canty. Las borracheras, las peleas y las palabrotas estaban allí a la orden del día. Sin embargo, Tomás no se sentía desdichado. Llevaba una vida dura pero lo ignoraba. Era la que llevaban todos los demás muchachos del Callejón de las Piltrafas, y él la tomaba como cosa corriente y agradable. Sabía que, si regresaba por la noche a casa con las manos vacías, empezaría su padre por reprimirlo severamente y por azotarlo, y cuando el padre hubiese acabado, la temible abuela repetiría la misma lección, con algunas añadiduras.

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