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19 jun 2014

¡Misión cumplida Señor!


Ayer he querido estar con aquellas personas de mi edad mientras Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I, firmaba el final de su reinado, aquel de mi vida política como médico.

Mientras penosamente y obligado a doblarse con importante inestabilidad rígida para firmar el documento de abdicación, el ruido que llenaba la cafetería del hotel Begoña Park de Gijón, provocado por el hablar,  yo con temblaba sólo el acto. La indiferencia  era total.

Sentí la pena, o espera de concluir ya mi vida política y buscar refugio donde mi cuerpo reposar desnudo en la tierra a la que retorno con lo mismo d de la que mi madre me trajo.

la razón me hace político. La sin razón me mantiene idiota. 

Sentí un gran vacío, un sentimiento racional de fracaso político. He llegado al final de mi vida política exhausto, huero. Siento que devuelvo el capital prestado sin haber pagado interés alguno por él. No merezco historia, o memoria en los míos, ni siquiera en aquellos que he necesitado crear para reivindicar mi acción política y no sentirme avergonzado de mi condición natural de idiota, los lughones y phurios.

He deseado vivir históricamente, o irracional y, sin embargo, no he sabido abañador mi vida racional. Esta esquizofrenia me ha hecho ser no consciente de mi vida propia, o idiota.



Juan Carlos I concluye su reinado

Felipe VI hereda la Corona con la que España recuperó su democracia

El Monarca es proclamado hoy ante las Cortes en un país duramente golpeado por la crisis

Joaquin Prieto Madrid 18 Junio 2014

  • Doña Sofía, don Felipe, don Juan Carlos y doña Letizia, durante la sanción de la ley de abdicación/Gorka Lejarcegi

    Con la cesión simbólica de su sillón a don Felipe y la promulgación de la ley de abdicación, don Juan Carlos dio por finalizados casi 39 años de reinado y transfirió definitivamente a su hijo la Corona que ha participado en la recuperación de la democracia en España, pero que también ha vivido graves escándalos en los últimos años. La emoción alumbró en el rostro de quien vivía su último día como rey y que cede a su hijo el legado de recuperar el prestigio de la monarquía.
    A lo largo de la jornada de este jueves, la figura del nuevo rey eclipsará a la de don Juan Carlos, gran ausente de la ceremonia de proclamación prevista en el Congreso y de la recepción posterior en el palacio real. Una decisión que fuentes de la Casa del Rey aseguran que ha tomado el propio don Juan Carlos para dar todo el protagonismo a quien ya es rey de España, con todas las consecuencias.
    Empujado en solitario al primer plano del escenario, Felipe VI tiene por delante el reto de ganarse a las generaciones que desconocen cuál fue la contribución de su padre a la democracia, y también a los que, aun sabiéndolo, discuten ese balance o lo ven tan manchado por los desbarajustes políticos y económicos del último decenio que defienden un cambio de régimen para abrirse a la opción republicana.
    De Isabel II dicen en su país que es el mascarón de proa, la encarnación humana de la nación. No puede decirse tanto de los reyes españoles, pero sí que una tarea esencial del nuevo monarca es la de trabajar para mantener la unión de los españoles. También de aquellos —que no son pocos— que se apuntan a la recuperación de la República. Sin embargo, el hecho indiscutible es que fue un rey el que impulsó la transformación de la dictadura en democracia.
    No es cuestión de que el nuevo monarca se cale el casco y tome lanza y adarga para continuar librando el combate de la democracia, como hizo su padre. Porque la democracia, aun deteriorada, existe, tiene sus reglas y se mantiene en pleno funcionamiento. Es verdad que la sociedad española duda de sus instituciones, cuestiona el sistema que le ha llevado a ver interrumpida su prosperidad económica y se ha instalado una crisis de caballo entre lo que —por resumir—, se puede describir como el pueblo y la élite. Este es el peligroso filo en que don Felipe inicia sus funciones, y también lo que resta emoción popular a un acto doblemente histórico, porque no solo es el primer cambio de jefe de Estado bajo la Constitución de 1978, sino la transferencia de la Corona en vida del monarca precedente. Por eso se escrutarán todos los detalles del primer discurso de Felipe VI, sabiendo que el rey no es el portavoz del Gobierno pero, también, que las palabras del monarca tampoco reflejarán necesariamente opiniones personales.
    Aunque la situación heredada por don Felipe no sea la mejor, nadie puede negar que el nuevo reinado comienza en una situación económica, social y política mucho mejor que la del tiempo en que don Juan Carlos inició su trabajo, cuando se reprimía el ejercicio de todas las libertades cívicas y solo estaba permitido un partido único, el Movimiento Nacional; de forma que se torturaba y encarcelaba a ciudadanos por formar parte de cualquier otro, tanto si era cierto como si se trataba de meras sospechas de la policía de la época. Tampoco la riqueza de los españoles tiene un remoto parecido con la del final de los años setenta, pese a la reducción que ha sufrido en tiempos recientes. España es hoy un país completamente integrado en Europa y por más que se discuta el papel de la UE en la gestión de la crisis económica, la España de finales de los años setenta era un país políticamente aislado del viejo continente. Tampoco son comparables las amenazas terroristas de hogaño con los asesinatos y matanzas de ETA a lo largo de tantos años.
    Nada de cuanto ocurrió ayer y sucederá hoy cambia el sistema político. Los que esperan mucho más se han quedado en la nostalgia del tiempo en que don Juan Carlos disponía de poderes absolutos, se arriesgaba a destituir al presidente del Gobierno (Carlos Arias Navarro) y nombraba a un desconocido (Adolfo Suárez) prácticamente de un día para otro. Eso fue cuando el Rey usaba sus poderes para, precisamente, renunciar a ellos, tal como establecieron las Cortes al elaborar la Constitución.
    Al Rey no se le puede presionar en cualquier sentido, menos aún provocarle para que abra una crisis con el Gobierno emanado de las urnas, como Artur Mas sugiere que debería hacer para inclinar la balanza hacia el referéndum soberanista del 9 de noviembre. Tampoco tiene sentido la tentación de descargar sobre Felipe VI la responsabilidad de encauzar el independentismo. Todo eso es ignorar que la Constitución atribuye al rey la capacidad de arbitrar y moderar.
    El problema de fondo es que los resultados de los últimos ejercicios políticos han sido malos. Millones de personas se han ido al paro en cinco años, se ha desahuciado de sus casas a cientos de miles y se ha interrumpido bruscamente la prosperidad económica de las clases medias. Mucha gente ha empezado a dudar de todo, incluidas las instituciones del sistema político por el que se rige este país. Ya no hay riesgo de que su descrédito aliente el surgimiento de movimientos de contestación popular a las instituciones, porque ya están aquí, como lo evidencia el fenómeno político de Podemos y otras iniciativas sociales todavía no traducidas en fuerza política. Es el mismo clima deletéreo que ha atizado las voluntades separatistas en Cataluña y en el País Vasco, siempre latentes, pero acentuadas por la convicción de que lo mejor es apartarse del proyecto de España para evitar hundirse con él.
    Reformar el sistema político, encauzar el problema independentista, lograr que la economía cree empleo: todo no está al alcance de una sola persona, por elevada que sea su posición teórica. Ni dispone de poderes para tomar iniciativas en esos terrenos, ni los políticos deberían ponerle en el disparadero de colocarle frente a los separatismos mientras ellos observan los toros desde la barrera. Tiene facultades arbitrales en un Estado controlado esencialmente por partidos políticos, pero el sistema estable en el que se apoyaba el reinado del padre (alternancia PP-PSOE en el gobierno del Estado) se ha cuarteado de tal modo que nadie puede garantizar hoy cuáles serán los partidos sobre los que don Felipe podría ejercer el papel de moderador. Todo eso depende de los electores y no del rey. Con todo, es evidente la estabilidad constitucional que preside el tránsito de un rey a otro.
    Hay algunos desafíos a los que el monarca sí puede enfrentarse por sí mismo. El primero, reformar la Casa del Rey para que no vuelvan a cometerse los graves errores que colocaron a don Juan Carlos en la necesidad de pedir perdón públicamente. El segundo, asegurar la transparencia completa sobre las finanzas de la Casa del Rey. Y el tercero, gestionar con cuidado a su familia. Poco se sabe del papel que va a desempeñar don Juan Carlos, salvo el rango militar de capitán general en la reserva: y nadie puede pensar que 39 años en el vértice del Estado van a rendirse a una jubilación completa. Además, Felipe VI tendrá que vivir pronto las vicisitudes judiciales de familiares implicados en el escándalo Nóos, por apartado que haya estado de ese asunto y de sus protagonistas.
    Y deberá ocuparse aún más de la preparación de la princesa de Asturias, y no necesariamente en el sentido sugerido recientemente por el ministro de Defensa, Pedro Morenés, de incluir la formación militar entre las capacidades de la princesa. ¿Acaso no se puede ser el jefe de las Fuerzas Armadas de una democracia sin ese requisito?

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