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20 sept 2015

El precio de la dignidad


El precio de la dignidad
Antonio Hernández-Gil (miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación)
ABC, 20-09-15

En enero de 1986 The New York Times publicaba un provocativo artículo de Julián L. Simon: La Subasta del derecho a ser un emigrante. La idea ha ido reapareciendo de forma recurrente: el premio nobel de economía Gary S. Becker la retomó en 1987 (Por qué no dejar que los inmigrantes paguen por una entrada rápida)y en febrero de 2005 él y el juez Richard A. Posner la incluyeron su blog bajo el lema vender el derecho a inmigrar. Sobre la base de que los inmigrantes pueden reducir el bienestar social en los Estados Unidos y solo los que crean beneficios netos para ese sistema de bienestar contribuyen a la fortaleza y prosperidad de la nación, Becker y Posner proponen resolver "el problema del inmigrante indeseable" (por acceder gratis a los servicios estatales) mediante un doble proceso. En un primer momento se haría el escrutinio de los inmigrantes por edad, salud, coeficiente intelectual, antecedentes penales y capacidad lingüistica. Para quienes lo superaran, se estimaría el coste neto (descontado a valor presente) de su incorporación al país y esta cantidad se cobraría para concederle el permiso de inmigración, por ejemplo, 50.000$ por permiso. Se ofrecerían dos alternativas: que el escrutinio inicial sirviera solo para denegar temporalmente el acceso a ciertos programas sociales, y que se subastaran algunos visados con el fin de que solo apostaran los convencidos de sus posibilidades de integración. El sistema se extendería a los refugiados ya que, sin necesidad de tediosas comprobaciones, permitiría separar -por el mayor precio que el solicitante estuviera dispuesto a pagar- los auténticos casos de persecución o inseguridad en el país de origen de los meros intentos de beneficiarse del sistema. El filósofo Michael J. Sandel lo recuerda en su libro Lo que el dinero no puede comprar (2012) sobre los límites motales de los mercados. Sandel, de forma muy inteligente, nos sitúa ante los excesos y la inmoralidad -sin llamarla así- a que conduce la vida social al libre juego del mercado en terrenos como la inmigración, la educación, la justicia, la prostitución, el deporte, la salud, o la contaminación ambiental, para concluir en esta pregunta: "al final, la cuestión de los mercados es realmente la cuestión de cómo queremos vivir juntos. ¿Queremos una sociedad donde todo se vende?. ¿O existen ciertos bienes morales y cívicos que los mercados no honran y que el dinero no puede comprar?"

Hay que poner ese discurso en el contexto de un país hecho a verse como objeto del deseo para los extranjeros. Sus políticas de inmigración no se apartan demasiado de aquellas propuestas: uno de los medios de ganar el green card es invertir 500.000 dólares, orientados a la creación de empleo; otro, resultar agraciado en la lotería anual de 50.000 visas que organiza la administración, asignando cupos por países para primar a los que tienen bajas tasas de migrantes y favorecer la diversidad. La inmigración es un privilegio.
Aquí difícilmente se se plantearían
-aún académicamente- ideas tales como subastar permisos de residencia o disponer en las fronteras una vía rápida (fast track) para el acceso de los inmigrantes con recursos, aunque en España también haya libertad de establecimiento para quien invierta 500.000 € en un inmueble. Sin embargo, entre los europeos la crisis ha hecho que gane peso el "pragmatismo" de cerrar fronteras a unos extranjeros -refugiados o no- cuya incorporación masiva desestabiliza la precaria economía que se supone hemos de reservar para que nuestros ciudadanos accedan al bienestar que pagan con sus impuestos. Hay paaíses que tramitan lenta e ineficazmente las solicitudes de asilo -pese a ser una obligación impuesta por tratados internacionales- y que contribuyen a dar una imagen de insolidaridad colectiva cuestionando la necesaria asignación por Bruselas de cupos de refugiados, que la realidad se encargará de superar dramáticamente.
Pedir que las fronteras se suavicen, o que se conviertan en un factor de inclusión y no de exclusión para marcar hasta donde alcanza la responsabilidad de los gobiernos en mejorar las condiciones de vida de todos, nacionalesbo no, parecerá hoy una ingenuidad. Mas la lógica -la lógica de la respuesta ante la desigualdad- es implacaable.: la economía es la primera justificación para discriminar al migrante que va a representar un coste neto para el país, aumentando la carga tributaria de sus ciudadanos y/o disminuyendo su dosis de bienestar. Y establecida esa razón de mercado, queda la gran diferencia objetiva capaz de justificarlo todo: el origen. Nada nos divide en nayor medida hasta hacernos "tolerar", como si fuera irremediable, la dsigualdad entre navionales y extranjeros. Por eso el artículo 14 de nuestra Constitución circunscribe el derecho de igualdad a los "españoles" y el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama que "toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regressr a su país", sin que exista el derecho a entrar en un país ajeno, con la única excepción del derecho de asilo. La razón de Estado se erige sin discusión en una frontera infranqueable. Pero, no nos engañemos, esa razón vuelve a ser, en la mayoría de los casos, la pura ceremomía y una concreta manera de administrarla en favor de quienes no tienen otro mérito que el de haber nacido en el interior de unos territorios privilegiados.
¿Nos parece moralmente correcto dejar que un hombre muera en la calle por lo que cuesta atenderle?. ¿y si la calle está divida por una frontera y el hombre queda del otro lado? ¿Cuantos metros hacen falta para desatenderlos? ¿O necesitamos un muro para marcar la distancia, para no ver?

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