Ayer, terminada la jornada de trabajo, estaba haciendo la copia de seguridad del Archivo de Historia Clínicas, cuando oí el timbre, Alicia saludaba, con la alegría de siempre, decía: "sí, claro que sí, el doctor te ve, pasar. Salí de la consulta para ver quien era. Desde la puerta reconocí a Fran, hacía años que no lo veía. ¡Hombre!. Me alegré al verlo, se acompañaba de su esposa. ¡Hola!. Pasar.
¿Y tú?. ¡Es la chavala!. ¡Hola!, soy Augusto, amigo de tus padres. Te conocí en su cuello, de muy pequeña. Se sonrió y miró a su madre. ¿Como te llaman?. Raquel, pronta respondió la madre.
Un abrazo y un beso. Pasar, contarme.
Augusto, nos hemos acordado mucho de ti, me dijo Fran, mientras su mujer me escudriñaba de arriba a bajo, sin reparo alguno, mientras me decía: muy bien, muy bien, te vemos. Bueno, vamos saliendo, poco a poco, de la cogida del toro.
Bueno, decirme, ¿Qué tal tu madre y tu padre?. Bien. Recuerdos de ellos, me dice Fran.
¿Que me contáis?.
Es la niña. Estamos preocupados. Queremos que nos digas qué hacer.
Venimos de ver al traumatólogo y nos dijo que tenía la columna torcida. Mientras me hablaba, me ofrecía un sobre gris, de los que se utilizan para portar radiografías.
Recordé lo hablado con los pediatras ayer y, que no aprecié les había gustado. Mas bien no.
Deja ahí, contarme primero.
¿Cómo te llamas?. Susana, me contesta, con voz baja. Sus ojos, brillan desde unas ojeras que sobrenadan en un lago brillante y seco. Tiene un maxilar desproporcionado para su mandíbula. Sus labios secos, se entreabren para dejar ver dientes amarillentos y no blancos, como su edad nos dice debieran estar. Ligera papada se asoma con su cuello acortado por el desplazamiento de su cabeza. Es una niña hermosa, con ojos grandes y del color que tiene el lago aquel de la bella que habla con la niña del lago, sin saber que era ella reflejada. Hermosa narración de "el espejo de Matsuyama".
"Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.
Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos regalos.
La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él le gustaba en extremo.
No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la peregrinación, y en la capital misma.
-¡A ti -dijo a su mujer- te he traído un objeto de extraño mérito; se llama espejo! Mírale y dime qué ves dentro.
Le dio entonces una cajita chata, de madera blanca, donde, cuando la abrió ella, encontró un disco de metal. Por un lado era blanco como plata mate, con adornos en realce de pájaros y flores, y por el otro, brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.
-¿Qué ves? -preguntó el marido, encantado del pasmo de ella y muy ufano de mostrar que había aprendido algo durante su ausencia.
-Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase, y que lleva, ¡caso extraño!, un vestido azul, exactamente como el mío.
-Tonta, es tu propia cara la que ves -le replicó el marido, muy satisfecho de saber algo que su mujer no sabía-. Ese redondel de metal se llama espejo. En la ciudad cada persona tiene uno, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy..." . Leerlo. Lo releré hoy.
Bueno, le dije. No te preocupes. Miré a los padres, y les dije: tranquilos, se resuelve muy bien lo que tiene. No estás enferma.
Mientras les animaba, le dije a Raquel: lee aquí la historia de Rodrigo?.
Mientras Raquel leía, Fran golpeó la mesa, a la vez que decía: ¡igual!..
En fin, no sigo. No quiero seguir. Solo me falta que me digáis ... No me da la gana. Estoy harto, cansado. No he podido aguantar y me tuve que secar las lágrimas. Perdonar, por escribir esto.
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