Nacionalismo posmoderno
El nuevo proyecto nacional español es inclusivo, abierto, plural y global
El nacionalismo irredento, de moda ahora en Cataluña, olvida que existe también un nacionalismo español que, en principio, debería ser tan respetable como el primero. ¿O es que el nacionalismo catalán es bueno y los otros son criticables? El español tiene una versión antigua y obsoleta, que debemos rechazar, pero también disfruta de una elaboración moderna a partir de la transición democrática que lo convierte en un proyecto político muy atractivo y con dimensión internacional. A este proyecto han contribuido, de manera más o menos explícita, políticos, artistas, empresarios, escritores, periodistas y un sinfín de personalidades originarias de las más diversas partes de España y de distinto signo político a lo largo de las últimas décadas.
A veces no somos conscientes del papel que el proyecto político español ha jugado en la historia contemporánea. La percepción exterior ayuda a recordarlo. Somos vistos como modelo de transición, estabilidad y alternancia democráticas, de reconciliación y respeto de derechos humanos, de Estado plural, de participación en Europa y en instituciones internacionales, y también protagonistas de notables transformaciones económicas. Los observadores desde el exterior solo tienen que cotejar la España de 1970 con la actual. Tal apreciación está expandida entre nuestros socios, en Iberoamérica, en el Mediterráneo y más allá.
El nuevo proyecto nacional español es moderno, inclusivo, orientado al futuro y con una proyección global. Y sobre todo dinámico y mejorable, porque deben seguir afrontándose problemas persistentes, desde la corrupción a las lagunas en la educación, pasando por el diseño de una economía más sostenible y también la articulación del poder territorial, lo que podría dar lugar a una reforma pactada de la Constitución. Un aspecto muy relevante del nuevo nacionalismo español es su carácter abierto y plural. Se trata de un nacionalismo que puede llamarse posmoderno e integrador, porque está hecho de contribuciones desde las más diversas culturas y nacionalidades de España. Permite a los nacionalistas canarios, catalanes, gallegos, vascos, o de cualquier otro origen, sentirse orgullosos de su lengua y cultura, y al mismo tiempo, cultivar una identidad múltiple como españoles y europeos.
En cambio, el proyecto independentista catalán en su versión más retrógrada es excluyente, porque no solo rechaza su participación en España, sino que también asume que puede quedar fuera de la Unión Europea. Según un enfoque de identidad múltiple, alguien puede sentirse catalán, español, europeo y ciudadano del mundo al mismo tiempo, mientras que el soberanismo catalán insiste en una identidad única, que renuncia a ser español y también, llegado el caso, al marco europeo. El separatismo promete la independencia como panacea que puede ser vivida en un limbo romántico. Este dislate es producto de la creencia en un supuesto derecho natural de origen cuasi divino que no admite debate. Ese derecho inmanente conduce al unilateralismo, ya que el plan independentista se presenta como un trágala sin margen para el consenso político. Y el unilateralismo lleva a errores de bulto. La previsión de los radicales catalanes en torno a las buenas relaciones futuras con el resto de España después de una separación forzosa es, obviamente, ilusoria. Su vaticinio de que Europa terminará aceptando la independencia conseguida sin acuerdo previo con España, mal informado. La cerrazón del proyecto independentista, que Artur Mas ha pilotado de manera cicatera siendo presidente de la Generalitat, ha sido detectada por el resto del mundo.
Y el mundo se ha pronunciado contra el nacionalismo radical catalán. Una declaración unilateral de independencia solo sería apoyada desde fuera por Estados que quieran enemistarse con España. Y no hay ninguno. Las descalificaciones sobre la democracia en España, fruto de un victimismo sin fuste, y las reclamaciones de derechos irrefutables, cuando Cataluña ha formado parte de España desde su origen como Estado, no han resultado creíbles en el exterior.
Nadie en el mundo está dispuesto a maniobrar para romper España. El año pasado, los independentistas recibieron una contundente respuesta negativa de Estados Unidos a través de la Casa Blanca (véase White House: Petitions, our response to the people of Catalonia). Artur Mas se paseó por Moscú para buscar apoyos y lo único que consiguió fue una foto en la plaza Roja como cualquier otro turista. En Brasil pudo entrevistarse con el expresidente Lula en privado porque este exigió que no hubiera fotos. Ni Alemania, ni Francia, ni Italia, ni Reino Unido, ni ninguna otra potencia europea está dispuesta a introducir una fuente de inestabilidad profunda en el continente, que recuerda demasiado a los Balcanes. Para acabar su periplo, Artur Mas visitó Israel, donde hizo las declaraciones más desafortunadas que comparan a este gran país con su imprudente aventura. En fin, desde India, Mas recordó la figura de Gandhi, como si la lucha admirable del Mahatma para la descolonización, la defensa de la dignidad y la creación de la moderna India tuviera algo que ver con su propia ejecutoria.
Frente al proyecto secesionista catalán, que bebe de fuentes ideológicas del siglo XIX, surge el proyecto nacional español como uno de los más atractivos de finales del siglo XX y principios del XXI. Este proyecto ha consolidado la posición actual de España en Europa y en el mundo, lo que permite hacer un aporte original y equilibrado a las cuestiones globales de futuro. De hecho, solamente los Estados más relevantes tendrán voz a la hora de tratar y resolver los grandes retos ligados a la gobernanza global.
Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense.
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