Pilar Quijada
Día 26/01/2014
Un experimento ya clásico en Psicología demostró que el miedo se aprende. En 1920 el psicólogo conductista James Watson y su colaboradora Rosalie Rayner, ambos de la Universidad Universidad Johns Hopkins, llevaron a cabo un experimento que hoy consideraríamos muy poco ético.
El “voluntario” para su investigación fue el pequeño Albert, un niño de once meses. A Albert le dejaron jugar con una rata de laboratorio, ante la que no mostraba ningún temor. Tampoco se asustaba ante al presencia de otros animales con pelo, como un conejo. Pero Watson se preguntaba si podría lograr que el niño temiera a la rata si hacían un ruido fuerte que le asustara mientras jugaba con ella.
El estruendo lo provocaron golpeando con un martillo una barra metálica fuera de la vista del niño. Después de repetir esa operación unas siete veces, el sobresalto que experimentaba Albert al oír el ruido mientras jugaba con la rata hizo que empezara a temer al roedor incluso en ausencia del molesto estruendo. No sólo eso, el bebé generalizó su miedo otros animales con pelo, como un conejo y un perro. Habían provocado en el niño lo que los psicólogos denominan un miedo condicionado.
Miedo difícil de eliminar
Los investigadores pretendían después demostrar que el miedo también puede desaprenderse. Esta palabra no sólo está en el diccionario, sino que es fundamental en nuestra vida. Para ello habían planeado ofrecer al niño golosinas y, mientras las degustaba, acercarle la rata para que lograra deshacerse ahora de sus temores. Pero la madre del pequeño Albert, que trabajaba como niñera en el hospital donde se llevó a cabo el experimento, afortunadamente se llevó al niño antes de que pudieran comprobarlo. Hoy sabemos que probablemente no lo hubieran logrado, porque el miedo condicionado es muy difícil de eliminar.
Aunque ese experimento sea un ejemplo clásico de cómo aprendemos a tener miedo, casi todos tememos a cosas aparentemente neutras a las que hemos asociado a un hecho negativo. De hecho esa es la base también de las supersticiones.
Casi un siglo después del clásico experimento de Watson y Rainer una investigación publicada en el último número de la revistaScience explica cómo el cerebro es capaz de ligar el recuerdo de dos experiencias (oír un ruido y jugar con una rata, en el caso de Albert), para que posteriormente se despierte una sensación de temor persistente y difícil de eliminar.
Investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts han descubierto como dos circuitos del cerebro implicados en la memoria colaboran para unir recuerdos de sucesos que han ocurrido muy próximos en el tiempo. Se trata de una habilidad crítica que ayuda al cerebro a distinguir cuándo tiene que poner en marcha una respuesta de defensa frente a una potencial amenaza, como explica Susumu Tonegawa, que ha dirigido la investigación.
Esos recuerdos forman parte de nuestra memoria episódica y siempre contienen tres elementos: qué, cómo y cuando. Y el encargado de coordinarlos es el hipocampo. Lo logra con la ayuda de otra estructura próxima, denominada corteza entorrinal, que recibe la información sensorial (sonidos, imágenes) de otras áreas del cerebro.
Establecer relaciones
Se conoce bastante bien cómo el cerebro logra establecer una relación entre lugares (dónde) y sucesos (qué). Unas células especializadas del hipocampo, llamadas neuronas de lugar, excitan cuando estamos en el lugar donde nos ocurrió algo. Ese algo puede ser negativo (seguro que Albert empezaba a llorar al entrar en la sala donde se hacían los experimentos) o positivo, porque también podemos asociar lugares a experiencias placenteras y reaccionar en consonancia (el lugar dónde vimos por primera vez a nuestra pareja, por ejemplo).
Pero se conoce menos sobre el proceso que nos permite unir dos sucesos en el tiempo (ver la rata y escuchar el sonido). Y ahí es donde profundiza el nuevo trabajo de Tonegawa publicado en Science.
En un trabajo previo había identificado en el cerebro de roedores un circuito indispensable para que un sonido pudiera asociarse con una descarga eléctrica que podía ocurrir en un intervalo inferior a 20 segundos. Este circuito conecta una de las tres capas de células de la corteza entorrinal (la tercera) con una región del hipocampo denominada CA1. La corteza entorrinal es la que recibe los estímulos sonoros y visuales. Cuando este circuito falla, no se pueden establecer relaciones temporales entre dos sucesos.
Ahora han descubierto en la capa media de la corteza entorrinal (capa 2) un tipo de células que han denominado “neuronas islas”, porque se agrupan formando círculos. Estas “islas” también están en conexión con la capa CA1 del hipocampo y crean otro circuito diferente que determina esa ventana temporal, de 20 segundos en el caso de los ratones, en los se puede aprender a tener miedo uniendo dos experiencias independientes, pero seguidas en el tiempo.
Manipular memorias
Por medio de una técnica nueva denominada optogenética, que permite “encender y apagar” a voluntad grupos de neuronas en el cerebro de un roedor vivo, han demostrado que los dos circuitos deben colaborar para dar lugar a una experiencia de miedo condicionado como la del pequeño Albert.
Incluso han podido extender o acortar en los ratones la ventana temporal de esos críticos 20 segundos. Y lo han logrado manipulando ambos circuitos. Potenciando el primero o suprimiendo el segundo, la venta temporal se ensancha.
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