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6 dic 2013

A la muerte de mi padre.


Cuando me dijo, quien debía haberlo hecho, que mi padre había sido ingresado en el Hospital tras haber sido agredido con el ánimo de terminar con su vida al no haberle podido robar el amor que manaba a borbotones por su piel endurecida por el continuado trabajo de toda una vida llena de riqueza. Digo, en ese momento mi ánimo se exaltó hasta el frenesí que no pide venganza sino justicia que con la vara alcanzará a los autores del magnicidio que por tiempo el águila le arrancará sus hígados hasta  ver ante si a la hija que no les procurará más que olvido eterno con su presencia.

El juez que no actuó con diligencia ante la denuncia del homicidio no será expulsado de la Justicia sino que sin conocer el motivo se ocultará en el humus de la sima del Cantábrico a la que será atraído por el canto de la Parca en el crepúsculo del Ocaso, mientras el leve hilo de su existencia será el olvido que de él pronto tensará su marga existencia.

Padre, tus cenizas aventadas con rabia por tu desdén, ya forman el collar que mantiene unida en el Azul la Gran Familia que agradecida no deja la Memoria que un día sabiamente has sabido transmitir.

Padre, reconocido está el traidor que por la espalda te asestó cobarde herida que acabó con tu vida.

Bellido, traidor de quien te dio de comer has sido. Ahora no hay arrepentimiento sino pena de encontrar tu muerte al arrancar el hígado de tu hija que por ti purgará el pecado de haber traicionado a quien corona de Señor correspondía por la sangre de donde venía.

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