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11 may 2013

Del Culebrón, el Temblón y "La montaña mágica".


En esta semana recibí en mi Consulta de Oviedo una paciente que dijo tener 74 años; que eran los que aparentaba tener. Bien cuidada. Se acompaña de una mujer de mediana edad y de un hombre de igual edad. La paciente me los presentó como su sobrina y su hijo. Me dijo que hacía dos años que había muerto su esposo y, que desde entonces vivía sola en su casa "de siempre", cercana a las de los familiares que la acompañaban.

Sentada delante de mí, separados por una mesa de despacho que nos hacía posible de confiarnos la conversación sin estridencia alguna. A uno y otro lado de la Persona tomaron asiento sus dos acompañantes. Su sobrina a su misma altura, lo que le permitía ayudarla en todo gesto que pudiera sentirle incómodo realizar. Su hijo se situó a su izquierda y, ligeramente por detrás y separado de ella, se mantuvo sentado sin apoyar sus espaldas y sin realizar gesto alguno que fuera en ayuda de una necesidad que pudiera ayudar a su madre, estos gestos fueron dados en hacer por su prima.

La mujer se sentó hacia atrás en la silla y no apoyaba su torso en el respaldo, que a tal efecto tiene las sillas, mientras, sus manos reposaban sobre sus muslos. Ya cercanos a sus inglés y, como pidiendo explicación de su estado, sus palmas se mostraban quietas, con los dedos a medio extender, dudosos de su papel en tal foro.

Pregunté: ¿qué tiene?
Al pronto respondió sin entusiasmo: el culebrón, aquí. Con su mano derecha me señalaba por debajo de su mama derecha.

Ya, le respondí. ¿El médico lo llamó " herpes zóster"?.

Si, eso mismo. Me respondió con fuerza. Llevo tres semanas con un dolor tremendo que "me cruza" la espalda al costado". Me dieron todos los medicamentos que pueda imaginar, pero no me alivian, tan siquiera.

¿El dolor comenzó estando en la cama, sentada o de pié?. Apareció al poco de despertar, tras dos días en la cama con gripe.

¿Cómo le mejora?.

De pié, arrimada a la pared.

¿Se le puso o se le pone colorado?.

Sí, con manchas.

¿Le duele cuando lo toca?.

No. Me duele sí me acuesto o estoy sentada. ¡Fíjese que no puedo sentarme para hacer mis necesidades!.

Bueno, eso es fácil. Estese tranquila que se resuelve.

Dígame. ¿Algo más?.

No. Vengo por esto.

Ya, pero, ¿ no tiene más?. ¿Se atraganta?.

Tía, le interrumpe. ¿Y lo del temblor?.

'Ah si, tengo parkinson!. No puedo llevar nada a la boca porque tiemblo y tiro la comida. Bien a darme la comida esta sobrina.

¿Toma algo para ese parkinson?.

Sí, pero no me hace nada.

Ya.

Hágame el favor. Siéntese en el borde de la silla y baje una rodilla.

Ayúdela Usted.

¿Está cómoda así?.

Si.

Tenga, coja este vaso con agua y bébalo.

Ayúdame Carmen.

No. Hágalo Usted sola.

No, sola no puedo.

Bueno, es agua. Inténtelo.

La Señora tomó el vaso y, sin màs se lo bebió entero sin que su mano temblara.

¡Jesús!, exclamó. Es la primera vez.

Pero, tía, ¿qué hizo?.

Yo nada.

Los tres me miraron interrogantes.

Le dije, ahora le duele el culebrón.

No. Tampoco me duele.


Este temblor me hizo recordar la obra que recomiendo leer.



La montaña mágica.
Thomas Mann

"Conversaciones de mesa?

Durante las comidas en el comedor bullicioso, el joven Hans Castorp se sentía un poco turbado por el hecho de que, desde el paseo que había realizado por iniciativa propia, le había quedado el temblor de cabeza de su abuelo -precisamente, se le manifestaba casi con regularidad en la mesa, y no había forma de impedirlo y era difícil disimularlo. Además del recurso consistente en apoyar su barbilla en el cuello, lo que no podía prolongarse mucho, encontró algunos medios de disfrazar su debilidad; por ejemplo, procuraba mover la cabeza al hablar, tanto a derecha como a izquierda; o bien, cuando se llevaba la cuchara a la boca, apoyaba la cabeza en la mano, aunque considerase esa actitud una verdadera grosería y no pudiese admitirse más que en una reunión de enfermos liberados de las conveniencias.

Todo eso le resultaba penoso y casi lamentaba que llegara la hora de las comidas que, por otra parte, él apreciaba tanto a causa de las incidencias y las curiosidades interiores que provocaban.

Pero el hecho -y Hans Castorp no lo ignoraba- de que el fenómeno reprensible contra el que luchaba no era de origen simplemente físico, no podía ser sólo explicado por el aire de las montañas ni por sus dificultades de aclimatación, sino por su agitación interior, y provenía directamente de esas tensiones y curiosidades que implicaban.

La señora Chauchat llegaba casi siempre con retraso a la mesa y, hasta que no lo hacía, Hans Castorp no podía dejar de mover los pies, pues esperaba el estrépito de la puerta vidriera que acompañaba inevitablemente a su entrada, y sabía que se sobresaltaría y que sentiría que su rostro se helaba, como en efecto le ocurría.

Al principio volvía cada vez la cabeza con irritación, acompañando a la negligente dama con mirada furiosa hasta la mesa de los rusos distinguidos; incluso había murmurado entre dientes alguna que otra invectiva, alguna exclamación de desagrado y despecho. Pero ya no hacía nada de eso; por el contrario, inclinaba la cabeza sobre el plato y se mordía los labios o, con un movimiento brusco, se volvía hacia el otro lado, pues le parecía que no tenía derecho a encolerizarse; no se sentía lo bastante libre como para censurar, se consideraba más bien una especie de cómplice de aquella conducta y en parte responsable ante los demás, en una palabra, sentía vergüenza y hubiese sido inexacto afirmar que la sentía por madame Chauchat, ya que era una cuestión personal; sentía vergüenza ante los demás, de lo cual, por otra parte, hubiera podido prescindir completamente, pues nadie en la sala se preocupaba ni de los portazos de madame Chauchat ni de la vergüenza de Hans Castorp, a excepción tal vez de la institutriz, la señorita Engelhart, sentada a su derecha.

Ese ser miserable había comprendido que, gracias a la susceptibilidad de Hans Castorp respecto a las puertas cerradas con estrépito, se había establecido una cierta relación afectiva entre su joven vecino de mesa y la rusa, y el carácter de esa relación afectiva y la indiferencia fingida de Hans Castorp -no estaba acostumbrada a fingir- no significaba un debilitación, sino más bien un fortalecimiento, una fase más avanzada de esa relación. Sin pretensiones ni esperanzas para su propia persona, la señorita Engelhart prodigaba palabras que expresaban una admiración desinteresada hacia la señora Chauchat, y lo extraño era que Hans Castorp descubrió y reconoció a la larga el objetivo de esas excitaciones; incluso le repugnaba, a pesar de lo cual se dejaba influir y seducir por ellas.

-¡Patatrás! -exclamaba la vieja señorita-. ¡Ya está aquí! No hay necesidad de alzar los ojos para convencerse; ha entrado. Naturalmente, es ella... ¡Y qué delicioso modo de andar! Parece..."

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