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4 ago 2014

Lealtad, un concepto aún vigente por el noble.



La LEALTAD es un concepto en el que nos han educado aquellos que lo asesinaron con la vileza del homicidio reptante. Tengo presente a Álvarez-Buylla como ejemplo, contra los traidores que luego serán nombrados franquistas. Unos lo hicieron en el campo de batalla, recuerdo a Díaz-Ordóñez en el Kert. Otros en su puesto de representación del Estado, como Alvarez-Buylla y, Gutierrez Mellado. Ese es el MILITAR, el traidor con uniforme no es militar sino reptante.

No me gustaría morir en combate, o con armas en mis manos, no soy hombre de manos, sino de cabeza, no soy hombre de armas sino de conceptos. Dicen los soldados USA , a los hombres muertos en combate, KIA. También dicen DOW a quienes mueren víctimas de las heridas de guerra, en su casa, o en hospital. Me gustaría morir en mi casa, víctima de mi "lucha" por adaptarme al medio social al que pertenezco y al que le he prometido lealtad desde los nueve años cuando me admitieron en el ?Sistema Educativo, verdadero  Ejército al que he jurado lealtad hasta la muerte y, si fuera posible, seguir haciendo después de muerto mi cuerpo y en lucha mi memoria.

Muerto en combate (en inglés KIA, killed in action) es una clasificación de bajas utilizado frecuentemente por los militares para señalar muertes en sus propias filas provocadas por fuerzas contrarias. Es posible aplicar el término muerto en combate tanto para las tropas que combaten en primera línea como para las unidades navales, aéreas y de apoyo o refuerzo. No suele incluir a fallecidos en accidentes, ataques terroristas, u otro tipo de eventos «no hostiles».


El término muerto por heridas (en inglés DOW, dead of wounds) puede ser utilizado para tropas muertas en centros médicos en o tras el combate, debido a las heridas provocadas en el mismo.







Gutiérrez Mellado, el militar que les puso firmes

En el paso del franquismo a la democracia se retorcieron pasados para poder avanzar en la reconciliación

El País, José María Izquierdo 3 Agosto 2014


  • En el funeral por el general de división Constantino Ortín (1979), asesinado por ETA.
    Pocos sectores como el militar podían presumir en 1975 de una hoja tan brillante y prolongada de servicios al franquismo y de enaltecimiento a su creador, el Generalísimo de los Ejércitos Francisco Franco Bahamonde. Pero no solo la historia, aquella que nos hablaba de un golpe de Estado que acabó a sangre y fuego con la República, protagonizada por los más altos espadones de la época, hacía difícil que quienes querían enterrar bajo siete llaves aquel mal sueño del franquismo y apostaban por el regreso a la democracia, vieran con buenos ojos esos uniformes que tan mal recuerdo traían: el comportamiento de muchos generales, coroneles y demás jefes durante la transición fue bochornoso, cuando no directamente golpista.
    Y es que como bien decía en 2001 el tristemente desaparecido historiador Javier Tusell, “la mayoría de los altos cargos militares de la España de 1975 fueron claros oponentes a la transición”. Y ahora ampliaremos cómo, pero ya pueden ir apuntando actos clamorosos de desobediencia, insultos sin cuento a las autoridades, incluidas las militares que no se plegaban a sus designios de volver al más rancio franquismo, presiones indignas, amenazas con pistolas en las mesas y, por supuesto, elaboración de planes golpistas con la presencia de tanques en las calles y secuestro, y quién sabe si algo peor, de los políticos de la época.
    Así que para dirigir la nave militar entre aquella galerna de proporciones descomunales, se apareció a la democracia la frágil figura –me refiero a su aspecto externo- del general Manuel Gutiérrez Mellado. ¿Y quién era y de dónde venía este hombre que resultó a la postre tan providencial para que la transición llegara a buen puerto? Pues del franquismo, como no podía ser de otra forma, que no se era general en el Ejército de la época sin un expediente de servicio al régimen limpio de polvo y paja. Repitamos pues la frase de López Aranguren y rebusquemos un poco en el pasado –bien interesante- de este militar con un punto nada desdeñable en su biografía de personaje de John Le Carré. El de “espía” fue uno de los insultos que acostumbraban a gritarle, con tono despectivo, sus compañeros de armas durante aquella transición tan convulsa.
    Nacido en Madrid, en 1912, optó muy joven por la carrera militar. A los 17 años ingresó en la Academia General Militar, justamente en la época –estamos en 1929- en la que su director era Francisco Franco. Muchos años después, en los setenta, tuvo que enfrentarse, precisamente, a muchos de los militares que entonces le acompañaban en sus estudios. Una mención a su infancia: huérfano muy temprano de padre y madre, pudo estudiar en las Escuelas Pías gracias a la ayuda económica de su tío Saturnino Calleja, propietario de la conocidísima Editorial Calleja.

    Una imagen: su resistencia a 
    los empujones del golpista Tejero
    La guerra civil le pilla destinado en el Regimiento de Artillería de Carabanchel, en Madrid. Allí, en la ciudad todavía en manos de sus autoridades republicanas legítimas, nuestro hombre fue detenido, se refugió en la embajada de Panamá y posteriormente ejerció de agente secreto e infiltrado al servicio de los militares sublevados. Gutiérrez Mellado acabó la contienda en el Servicio de Información y Policía Militar (SIPM), uno de los aparatos secretos de la dictadura más opacos que tuvo una destacadísima actuación en la feroz represión del régimen, con miles y miles de denuncias y detenciones, muchas de cuyas víctimas acabaron fusilados o encarcelados. De aquellos años data su oscura fama de “espía” o “agente secreto”, aumentada por el silencio oficial que al acabar la guerra sepultó la actuación de aquellos servicios oscuros y represivos a los que sirvió con eficacia Gutiérrez Mellado. Lo cuenta con detalle Fernando Puell, colaborador durante años del general, en el libro “Gutiérrez Mellado, un militar del siglo XX: 1912-1995”, Biblioteca Nueva, 1997.
    Tan curtida experiencia en los sótanos de la inteligencia, acrecentada en la dura posguerra, le sirvió para encuadrarse en 1945 en los servicios de Información del Alto Estado Mayor. Un profesional responsable y dedicado, pues, que lo daría todo por esos Servicios hasta que en 1956 decide pasarse a la vida civil, donde no logra tener la estabilidad económica que buscaba. Trabaja en una empresa de calefacciones, en otra de semillas... Pero se ve obligado a pedir el reingreso en el Ejército, lo que hace en 1963. Y bien: ahora le vemos en 1970, ya con el grado de general de brigada, como profesor principal en la Escuela de Altos Estudios Militares (ALEMI) dependiente del CESEDEN, (Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional) que dirigía el general Manuel Díez-Alegría. Gutiérrez Mellado pronto sería uno de sus máximos y más próximos colaboradores, ya en el Alto Estado Mayor.
    Conviene aquí hacer una pequeña parada para recordar al general Díez-Alegría, un militar atípico de la época, hermano del teólogo y jesuita de la liberación José María, que representó durante aquellos años, los primeros setenta, antes de que Franco falleciera, los aires de apertura en un sector, el militar, que ninguna prueba daba de que entendiera lo que estaba pasando. De hecho, en 1970, de forma absolutamente sorprendente, se había entrevistado con el entonces clandestino Santiago Carrillo en Bucarest. Un Díez-Alegría no del todo ajeno a los oficiales de la Unión Militar Democrática (UMD), tan injustamente tratados después por la naciente democracia y que tanto hicieron en los cuarteles por introducir el concepto de democracia y libertad en aquellos costrosos cuarteles de la época.

    Lo que dijo El País: “Un símbolo con el que identificarse”

    A Gutiérrez Mellado se le quería. Las sociedades necesitan símbolos con los que identificarse, y ninguno tan representativo de la dignidad y autoridad moral como el de ese hombre de aspecto frágil que el 23 de febrero de 1981 se enfrenta a un golpista armado y resiste su intento de abatirlo, o la de ese militar demócrata que el 4 de enero de 1979, en el funeral por un general asesinado por los terroristas, exige disciplina a quienes, brazo en alto, reclaman la vuelta del "Ejército al poder". La inteligencia y buen sentido con que dirigió la modernización del Ejército, determinante en su acatamiento de la Constitución y adaptación al régimen de Monarquía parlamentaria, le hacen acreedor del agradecimiento de los españoles. Así, el afecto, la admiración y el agradecimiento de sus compatriotas le acompañan en su despedida de este mundo.
    Pero volvamos a 1975, donde una cúpula militar absolutamente reaccionaria y fanáticamente franquista trataba de salvar un régimen que se caía a pedazos. No fue raro que se eligiera entre los colaboradores de Díez-Alegría al militar encargado de la titánica labor de encauzar hacia la democracia a un estamento que nada entendía, esclerotizado en su ideología tanto como en su organización y formación. Tras algunos pasos intermedios, es por fin el 21 de septiembre de 1976 cuando es nombrado vicepresidente primero del gobierno de Adolfo Suárez. Desde ese momento, su papel es más conocido, tanto como apoyo político indispensable para la transición, como reformador y modernizador efectivo de las estructuras de todos los Ejércitos.
    Ha quedado en su biografía el recuerdo de aquellos años de un Gutiérrez Mellado introvertido, receloso, huraño con los suyos, con pocos amigos y muchos enemigos entre sus iguales. ¡Como para no serlo! Tantos eran estos últimos, que en nada debe extrañar esa desconfianza hacia todo lo que le rodeaba, que era, en su mayoría, golpista y ridículamente reaccionario. Desde las maniobras involucionistas de su antecesor, Fernando Santiago y Díaz de Mendívil, hasta la dimisión del almirante Gabriel Pita da Veiga por la legalización del PCE, en abril de 1977, toda la época está atravesada por los complós, las amenazas, los insultos en público y las manipulaciones de una cúpula herida de muerte, incapaz de entender que el mundo a su alrededor giraba en dirección contraria. Y alentados, además, por una prensa facciosa, sobre todo El Alcázar, que cedía sus páginas a los llamamientos a la rebelión de los golpistas. Algunos de ellos camuflados bajo o junto a la famosa firma Almendros.
    Pero no solo fueron maniobras de salón, más o menos groseras, las que acechaban la naciente democracia. Un grupo de militares, reunidos en la cafetería Galaxia, en Madrid, tenía previsto el 17 de noviembre de 1978 asaltar el Palacio de la Moncloa con 200 policías nacionales y secuestrar a Adolfo Suárez y todo su Gobierno mientras estaba reunido el Consejo de Ministros. Entre los conjurados, finalmente detenidos, un capitán bien conocido en la época por sus afinidades ultraderechistas, Ricardo Sáenz de Ynestrillas, asesinado por ETA en 1986, y Antonio Tejero. Un simulacro de Consejo de Guerra, celebrado en 1980, condenó a la ridícula pena de seis meses y un día a Ynestrillas y siete meses a Tejero, sin pérdida de su empleo militar. ¡Por intentar secuestrar al Gobierno! Así que ante lo barato que salía cometer tales barbaridades, Antonio Tejero volvió a intentarlo el 23 de febrero de 1981, cuando tomó el Congreso bajo aquella luminosa y aguerrida frase histórica: “¡Se sienten, coño!”.
    Y ahí, de nuevo, volvemos a encontrar al general Gutiérrez Mellado, todo dignidad enfrentando sus enjutos más de 70 años a aquellos fornidos guardias civiles con metralletas en las manos. El propio Tejero intentó, sin éxito, derribarle al suelo, como se vio perfectamente en una de las más vergonzosas escenas de todo aquel circo de pesadilla. Pero es esa imagen extraordinaria la que justamente ha quedado en la retina de los españoles.
    Así, por ejemplo, le recordarían escritores tan alejados de su filiación política como Manuel Vicent – “Gracias, general, por no haber sido tumbado”, escribía en una columna que se titulaba “Héroe”- o Manuel Vázquez-Montalbán, que escribió este párrafo: “Se explica el respeto que inspira. La autoridad que emana de él, aunque ya no tenga mando en plaza”.
    No, Manuel Gutiérrez Mellado, fallecido en 1995 en un accidente automovilístico, no era un paranoico intratable. Es que en verdad tenía muchos y montaraces enemigos. Que además querían verle, doliente, por los suelos.

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