Rusia, embarazada de Ucrania
Todos los aspectos de la vida rusa se detuvieron ante la “primavera” surgida en febrero en la plaza de la Independencia de Kiev. Desde Moscú se intenta abortar la operación, pero hay presagios de un parto difícil
El País, Vladimir Sorokin 3 Agosto 2014
Enrique Flores
La revolución que se produjo en febrero en la plaza de la Independencia de Kiev (Ucrania) desencadenó una serie de consecuencias irreversibles para el país. Pero además, de manera misteriosa, hizo posible un hecho irreversible de dimensiones aún mayores: Rusia quedó embarazada de Ucrania. El esperma amarillo y azul de la plaza de la Independencia cumplió su viril deber bajo el colorido de los fuegos artificiales de las granadas, el fulgor de los cócteles molotov y el silbido de las balas de los francotiradores. Durante aquel mes ardiente, sentada ante un televisor recalentado, Rusia concibió. En su inmenso útero se agitó una nueva vida: libertad para Ucrania. Las autoridades estaban horrorizadas, los liberales, envidiosos, y los nacionalistas, llenos de odio. Ni el Kremlin ni la población habían previsto ese rápido desarrollo de los acontecimientos.
El fruto empezó a crecer y a ocupar cada día más espacio en los medios de comunicación. La revolución de Kiev subyugaba y aterrorizaba a Rusia. Igual que durante un embarazo, la vida interna de la madre sucumbió a lo inevitable del proceso fisiológico: al fin y al cabo, ¿quién es capaz de oponerse a un embarazo? Como suelen decir las mujeres, “mi vida se divide entre antes y ahora”. Todos los aspectos de la vida rusa —la política interna, las noticias económicas, los sucesos— se detuvieron, como una imagen congelada. La rica y polifacética vida de Rusia pareció retroceder a un segundo plano y se convirtió en un pasado fallido. El futuro estaba al otro lado de la frontera, en Ucrania. Empezaron a oírse en boca de la población palabras ucranias y nombres de políticos de Kiev. Ucrania, de la que el régimen de Putin había hablado con desdén, de pronto se puso de moda y se convirtió en lo moderno, en contraste con la gigantesca Rusia, que parecía irremediablemente atrasada, torpe y provinciana.
Las reacciones fueron turbulentas:
“¡Qué envidia los ucranios, qué ejemplo nos están dando!”.
“¡La revolución de Ucrania es una provocación antirrusa espoleada por Occidente!”.
“¡Es un detonante que podría hacer estallar Rusia!”.
“¡Ucrania es nuestro enemigo!”.
Mientras tanto, el feto seguía creciendo y ocupando cada vez más sitio. Cada día sucedía algo nuevo e inesperado. El organismo materno enfebrecía.
La sociedad estaba convulsa:
“¡Ucrania no existe, no ha existido ni existirá jamás! ¡No es más que una provincia de la gran Rusia!”, aullaban los políticos de derechas.
“Ucrania es un espejo del régimen de Putin”, asentían los expertos mientras se colocaban sus astutas gafas.
“Hay que emigrar a Ucrania”, murmuraban los demócratas.
“¡Hay que ir a defender a los rusos!”, exclamaban los nacionalistas con los puños apretados.
Es bien sabido que las mujeres embarazadas, muchas veces, tienen antojo de carne cruda. Y ahí estaba un pedazo de carne fresca fácil de morder: Crimea. Los dientes gastados y posimperiales de Rusia consiguieron arrancarla, pero le quedó poca energía para tragarla. La carne se le atragantó. Los economistas afirmaron que en cualquier circunstancia sería una región problemática que iba a necesitar unos subsidios considerables. ¿Cómo digerirla? ¿Cuántos miles de millones absorbería al año?
¡Debería ser una zona de casinos! ¡Deberíamos dejar que los chinos construyan un Gran Puente Ruso! ¡Deberían obligar a todos los funcionarios del Estado a pasar allí sus vacaciones! ¡Hagamos como Stalin! ¡Convirtamos Crimea en una base militar! ¿Y qué hacer con los tártaros de Crimea, tan desleales? ¿Expulsarlos y establecerlos en otro sitio? Todo el mundo estaba enloquecido. Y, la verdad, ¿cómo puede seguir la vida adelante cuando dentro de tu cuerpo está creciendo ese ser ucranio y extraño?
Por fin hubo una reacción del Kremlin, el cerebro del organismo materno. Fue una decisión firme: ¡Hay que abortar! ¡Deshacerse de esa hija odiosa, peligrosa e indeseada! Al aborto se le dio el nombre de “primavera rusa en Ucrania”. Se decidió que el proceso corriera a cargo de separatistas, saboteadores, mercenarios, aventureros y provocadores. La operación comenzó en el sureste de Ucrania, empleando unos instrumentos quirúrgicos que ni eran muy nuevos ni estaban muy limpios, y con escasa esterilización. La televisión hizo de anestesia.
Las cadenas rusas hervían:
“¡Defenderemos a la población de habla rusa de la junta fascista! ¡Nuestros hermanos de sangre nos piden ayuda! ¡Donetsk y Lugansk son los pilares del mundo ruso en Ucrania! ¡Rechazaremos a los liberal-fascistas ucranios como hicieron nuestros padres y nuestros abuelos! ¡Defender a los rusos en Ucrania es la sagrada responsabilidad de todos los patriotas! ¡Estados Unidos quiere ocupar Ucrania a través de los liberal-fascistas!”.
Convertida en una masa de zombis por la televisión, la población caminaba por las calles con ojos desorbitados: en todas partes parecían surgir esos “liberal-fascistas” ucranios, con los brazos extendidos hacia las gargantas rusas. Aun así, la histeria televisiva también generó chistes:
“Dos chicas están sentadas en un café en Odesa. Una dice: ‘¡Es increíble, Sara! Abraham se niega categóricamente a hablar ruso”.
“¿Por qué?”.
“Tiene miedo de que los rusos vengan a Odesa a defenderle”.
Las mentes se volvieron tan calenturientas como la televisión. Los gritos de políticos y burócratas rusos exigiendo “el envío inmediato de tropas y la toma de Kiev” se hicieron habituales.
Sin embargo, a pesar de todos los fármacos utilizados, da la impresión de que el aborto no se ha materializado. No se puede arrancar el fruto del útero. Cada ciudadano ruso sigue llevando a Ucrania en su interior, esa misma Ucrania que deseaba ser verdaderamente libre e independiente.
“¿Por qué tengo que levantarme todos los días para escuchar otra vez las noticias sobre la estúpida Ucrania?”, se queja un amigo, indignado. “Estamos hasta arriba a diario”.
“No me puedo creer que Rusia y Ucrania estén peleando”, dice otro. “Es una pesadilla...”.
“Todos los rusos estamos sentados en un teatro gigantesco, contemplando una obra que se llama Ucrania. ¡Y no hay manera de escapar del teatro!”, exclama un tercero entre risas amargas.
Hace unos días, la prensa rusa publicó una historia increíble que recordó a todo el mundo al gran Gogol: “El 8 de julio, un alto funcionario del Gobierno fue detenido en la avenida de Nevski de San Petersburgo: el hombre emitía sonidos totalmente incoherentes, transportaba un maletín y no llevaba pantalones”. Resulta que era el jefe de gabinete del vicealcalde de la ciudad. Según los médicos del hospital en el que le internaron, no paraba de musitar una sola palabra: “¡Lugansk!”.
Ucrania se ha introducido en todos nosotros. Todos —personas sin techo, políticos, campesinos, oligarcas, amas de casa y saboteadores— la llevamos dentro. Cuando Putin voló al lejano Brasil, llevó en su interior a Ucrania. Le estorbó y le impidió ver a gusto los partidos de fútbol. Ha estorbado a Ígor Strelkov (jefe de la República Popular de Donetsk) a la hora de resucitar el Imperio Ruso. Al operador del sistema BUK de misiles antiaéreos le estorbaba un avión que atravesaba el cielo ucranio. Así que le disparó un cohete. El derribo del Boeing 777 de Malaysian Airlines fue resultado de una contracción dolorosa que presagia unas consecuencias terribles e irremediables.
Rusia está embarazada de Ucrania. El nacimiento es inevitable. Faltan más cosas por venir: los dolores de parto cada vez más intensos, el desgarro del cordón umbilical, los primeros lloros de la recién nacida... El nombre de la niña será hermoso: “Adiós al imperio”. ¿Tendrá una infancia feliz? No sabemos aún. Mucha gente confía de corazón en que crezca fuerte y sana. ¿Pero qué ocurrirá con la madre? El parto va a ser difícil, y no cabe duda de que habrá complicaciones. ¿Sobrevivirá?
Vladímir Sorokin es un escritor ruso.
© 2014 Vladímir Sorokin.
Traducido del inglés por María Luisa Rodríguez Tapia.
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