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21 jun 2013

Rajoy, rey - Sófocles.


Escuchaba al Presidente del Ejecutivo del Estado del Reino de España hablar como el rey Edipo, elegido como él por el pueblo de España, en pago por prometerle resolver el problema de la administración económica.

Hoy, el Sacerdote de España, le dice.

Pues bien, ¡oh Edipo!, rey de nuestra patria, ya ves que somos suplicantes de todas las edades, agrupados en torno de las aras de tu palacio. Unos no tienen aún fuerza para volar lejos del nido; otros, sacerdotes como yo lo soy de Zeus, abrumados por los años; éstos se cuentan entre lo más florido de nuestra juventud, mientras el resto del pueblo, coronado con las ramas de los suplicantes, se apiña en el Ágora, en torno de los dos templos consagrados a Palas y junto a las cenizas proféticas del divino Ismeno.
«Tebas, como tú mismo lo estás viendo, se halla profundamente consternada por la desgracia; no puede levantar la cabeza del abismo mortífero en que está sumida. Los brotes fructíferos de la tierra se secan en los campos; perecen los rebaños que pacen en los pastizales; despuéblase con la esterilidad de sus mujeres. Un dios que trae el fuego abrasador de las fiebres, la execrable Peste, se ha adueñado de la ciudad, y va dejando exhausta de hombres la mansión de Cadmo, mientras las sombras del Hades desbordan de llantos y de gemidos. Ciertamente ni estos jóvenes ni yo, apiñados en torno de tus lares, pretendemos igualarte con los dioses; pero te reconocemos como el primero de los mortales para socorrernos en la desgracia que se cierne sobre nuestras vidas y para obtener el auxilio de los dioses. Pues fuiste tú, cuando viniste a esta ciudad de Cadmo, quien nos libraste del tributo que pagábamos a la implacable Esfinge, y esto lo hiciste sin haber sido informado por nosotros ni haber recibido ninguna instrucción. Tebas piensa y proclama que sólo con la ayuda de alguna divinidad conseguiste enderezar el rumbo de nuestra vida. Hoy, pues, poderoso Edipo, a ti vuelven sus ojos todos estos suplicantes que te ruegan halles remedio a sus males, bien porque hayas oído la voz de algún dios, bien porque te hayas aconsejado de algún mortal, pues sé que los consejos de los hombres de experiencia ejercen una feliz influencia en los acontecimientos. «¡Ea, oh tú, el mejor de los mortales, salva a esta ciudad! ¡Vamos!, recuerda que si esta tierra hoy te proclama su salvador, es en puestos a flote, para después volver a caer en el abismo. Levanta, pues, esta ciudad con firme solidez. Tiempo atrás, felices auspicios te hicieron hallar para nosotros una suerte favorable; sé hoy semejante a lo que fuiste entonces. Si, en efecto, has de continuar rigiendo esta tierra, será más confortador reinar sobre hombres que regir un país sin habitantes. De nada sirven navíos y fortalezas tan pronto como los hombres han desertado de ellos.

EDIPO:
Hijos dignos de mi piedad; habéis venido movidos por deseos cuyo objeto me es conocido y aun pudiera decir demasiado conocido. Sé, en efecto, que todos sufrís; y aunque todos reunidos padecéis, ninguno tanto como yo. Cada uno de vosotros sufre su propio dolor, y no el ajeno; en cambio, mi alma gime a un tiempo por Tebas, por mí mismo y por vosotros. Así, pues, no me despertáis de un sueño reparador, sino sabed que he llorado mucho y que en mis cavilaciones he recorrido muchos y muy diversos caminos. En fin, después de haber reflexionado con madurez, he empleado el único remedio que acababa de encontrar. He enviado al hijo de Meneceo, Creonte, mi cuñado, a la morada de Apolo Pitio, con el fin de que se informe sobre lo que debo hacer o decidir para salvar la ciudad. Desde entonces (contando cada día el tiempo transcurrido desde su marcha) me pregunto con ansiedad lo que está ya haciendo, pues su ausencia se prolonga más allá del tiempo requerido y verosímil. Pero en cuanto regrese, sea tenido yo por cobarde si no ejecuto cuanto exija el dios.

SACERDOTE:
En verdad, Edipo, no podías hablar con más acierto, pues me están anunciando la llegada de Creonte.

EDIPO:
¡Oh rey Apolo! ¡Ojalá traiga la saludable dicha que nos presagia su radiante semblante!

SACERDOTE:
Viéndolo, parece que, en efecto, trae buenas noticias, pues de otro modo no vendría con la cabeza coronada de verde laurel. 

EDIPO:
Vamos a saberlo, pues está ya justamente al alcance de mi voz. Príncipe aliado mío, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta del dios vienes a traernos?

(Llega CREONTE.)

CREONTE:
Un oráculo beneficioso; pues os anuncio que nuestros males, si, por una feliz contingencia, a ellos encontramos remedio, se convertirían en bien.

EDIPO:
¿Cuál es la respuesta del oráculo, pues por lo que acabas de decir no estoy ni más tranquilo ni menos asustado?

CREONTE:
Si quieres oírme en presencia de todos, estoy dispuesto a hablar; si no, puedo también entrar a tu palacio.

EDIPO:
Habla ante todos, pues sus sufrimientos me anonadan más que si se tratara de mi propia vida.

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